viernes, 31 de marzo de 2017

Julián Ribera, La supresión de los exámenes (segunda conferencia)


SEÑORES:

«Es un potro la juventud, que con un cabezón duro se precipita, y fácilmente se deja gobernar de un bocado blando: fuera de que en los ánimos generosos queda siempre un oculto aborrecimiento a lo que se aprendió por temor, y un deseo y apetito de reconocer los vicios que le prohibieron en la niñez. Los afectos comprimidos dan en desesperaciones, como en rayos las exhalaciones constreñidas entre las nubes».

He copiado el párrafo anterior de las Empresas Políticas del insigne español Saavedra Fajardo, porque, a mi ver, señala perfectamente una ley psicológica, que se cumple ahora y se ha cumplido siempre.

Fundar la disciplina interna y externa sobre la base del miedo que producen los exámenes, es el mayor despropósito que se comete en los establecimientos de enseñanza, sobre todo en las escuelas superiores.

Como amenaza, es lo bastante fuerte para hacer repulsivos y antipáticos al examen y al examinador. Esta repulsión es efecto natural del miedo.

También es efecto natural la reacción contra el examinador, una vez pasado el peligro del examen: al notar que no había fundamento para tanto miedo, viene el avergonzarse de haberlo sufrido y las ganas de revolverse contra aquel que lo produjo.

El examen, conocida la extremada blandura con que se procede, es así como un arma de fuego cargada únicamente de pólvora: produce miedo cuando a uno le apuntan muy de cerca, o cuando se duda de si estará cargada de balas o perdigones; pero en cuanto sale el tiro y aparece que ha sido gastar pólvora en salvas, la reacción contra el miedo viene enseguida.

Que el examen es causa de la indisciplina en nuestras universidades se ve inmediatamente, con sólo fijarse en el estado de ánimo de nuestros estudiantes, desde el 1.º de Octubre hasta los primeros días de Junio. Al principio, potros (como dice Saavedra) que, con cualquier motivo, se encabritan y despiden al jinete; allá al fin, mansos y empalagosamente humildes, saludadores y rendidos: la proximidad y alejamiento del examen se nota en la actitud de los alumnos, como en un barómetro se van marcando los distintos grados de presión atmosférica.

Comienza el curso con la sesión inaugural, aquella en que la universidad en pleno se ostenta con aparato exterior que impone: el claustro con los vistosos ropajes, que de antiguo reserva para causar respeto en ese día tan solemne; las personas de más viso de la población, invitadas; las autoridades provinciales y locales, con bandas y uniformes, casi todas reunidas; la música haciendo agradables los intermedios.

Nada hay que suscite antipatía; debieran interesarse los mismos alumnos en el orden y lucimiento de la fiesta; sin embargo, en casi todas las universidades de España y casi todos los años, suele ser una indecencia la función. La toman en serio el disertante, algunos del claustro, las señoras que se extasían ante el lujo de trajes desplegado y los que se enteran por los periódicos. A los estudiantes ni siquiera les infunde respeto: allí se entretienen un rato llevando el compás con los pies, y aprovechan cualquier coyuntura, traída por los cabellos muchas veces, para aplaudir con un cierto ritmo bochornoso que pone en ridículo la autoridad de los maestros, los cuales apenas consiguen orden aparente y ficticio, haciendo de policías, mezclándose con los alumnos. Eso, si no ocurren cosas peores.

¿La razón? Por ser el día del curso más lejano de los exámenes y víspera del primero en que comienzan tareas que le son poco simpáticas. Hágase otra solemnidad de cierre de curso el día 31 de Mayo, y yo respondo del orden, sin necesidad de policía, ni de aparato: aunque fuéramos en mangas de camisa y la música tocara destempladamente, todo se volvería seriedad y compostura; pues si alguien intentara alborotar, pronto le quitarían las ganas: en esas circunstancias todo alumno es un polizonte; ¡oh efectos portentosos de la solidaridad estudiantil fraguada y mantenida por el miedo!

Pasada ya la apertura y perdonada esta falta como cosa de chicos (sin meterse en otras cavilaciones más hondas), comienzan las clases. Aun no se han pasado cuatro o cinco días, la huelga ya principia en Zaragoza, porque dicen que se dice que van a plantar las garitas de la feria: ya no hay clase en catorce o quince días. Después vuelta a empezar, con tal desgana, que están mirando siempre al calendario, por asegurarse del día en que algún sobrino del rey o de la reina celebra su fiesta onomástica o el natalicio, no para felicitar al individuo mandándole un mensaje, sino para celebrar el día con vacación. Entonces todos son monárquicos y respetuosos con instituciones y gobiernos.

Pero se anuncia cualquier movimiento político, o cualquier manifestación en, con, de, por, sin, sobre cualquier cosa, pues al jaleito para no asistir al aula. Entonces están dispuestos a ser federales, hidráulicos o de cualquier opinión que se invente. Y si nada de particular ocurre, se descolgará aquel tipo, que describía D. Luis Royo, en su libro Manchas de tinta y les pronunciará aquella

                                      Arenga grandilocuente
                                      que un escolar influyente
                                      dirige a ciento cincuenta
                                      con el fin de “hacer pimienta”
                                      ―como dicen vulgarmente

en la cual, para excitar a la vagancia, increpará a los estudiantes diciendo: “¿Ignorabais que hoy cumple cinco meses la chica del portero?”

Entre unas y otras se va echando encima Navidad, la cual, en el calendario de las universidades, es fiesta movible: para los efectos académicos, unos años se entiende por Navidad, el día de la Concepción; otros, el día 1.º de Diciembre.

Los profesores, para prevenir el cierre, en muchas ocasiones violento y tumultuoso, se preparan con cautela, sin aparato exterior, hablando de lo que convendría hacer; ya no tratan al fenómeno como cosas de chicos, sino que lo toman en serio. Los periódicos insinúan veladamente que los catedráticos podían impedirlo; y esto indigna mucho al puntilloso magistrado. Pero a pesar de las cautelas, o de las públicas amenazas de ministros, rectores y maestros, con mayor o menor tumulto, según la resistencia que notan, la universidad se despuebla a principio de Diciembre. Sólo a fuerza de rigores, amenazando con privar de examen a los alumnos que no asistan, consiguen algunos profesores mantener la asistencia.

Y eso lo consiguen porque son ejemplos aislados y sueltos; si todos en bloque nos empeñáramos en tirar fuertemente de las riendas, el potro se encabritaría, haciendo medir la tierra a todos los que lo montaran.

El curso va siguiendo del mismo modo en carnavales y Pascua de Resurrección, hasta mediados de Abril; entonces da un vuelco la disciplina, y comienza el régimen del miedo, cuyo desquite se han tomado en los primeros meses.

Basta apreciar esas diferencias para que se puedan atribuir al examen de modo directo.

El examen es causa de indisciplina por dos motivos:

1.º Por la reacción que como protesta determina en los alumnos.

2.º Porque haciendo él venir a las universidades a mucha gente que no tiene ganas de aprender, sino de ser aprobada, preponderan en ellas los elementos de indisciplina. Esta gente hace lo posible para que no haya clase: cuanto menos se asiste, menos se da. Para lograrlo es menester que la falta sea general. A ella tiran casi siempre.

Y que acuden muchos, dispuestos sólo a examinarse, puede conocerse, notando la multitud de los que se examinan sin saber una palabra.

Es una especie desconocida en las universidades e institutos, es un mirlo blanco el alumno que viene con el solo deseo de aprender. Yo no recuerdo haber tenido ningún discípulo que no viniese con el fin de examinarse, a pesar de haber ofrecido en muchas ocasiones enseñar gratuitamente al que lo deseare; digo mal, uno he tenido en trece años y ese fue... de nacionalidad alemana.

Además el título que se busca por el examen se tiene como ejecutoria de nobleza, y vienen a buscarlo aquellos que precisamente estudian porque les han dicho sus padres, tíos o convecinos, que no necesitan trabajar. Compárese el sin número de recomendaciones que recibimos y veráse que, de cada mil, una o ninguna es para que les hagamos estudiar; las restantes son para que los aprobemos en examen, aunque no sepan, y es muy frecuente que los recomienden por lo mismo que no saben.

Hay un medio de investigación que confirma la idea de que los exámenes son causa de esos motines que tienen por objeto tomarse vacaciones. Estudiada la historia de las instituciones de enseñanza, aparece que, en aquellos tiempos y naciones en que no ha habido exámenes, con el carácter de los que nosotros poseemos, no se han conocido jamás esas vacaciones escandalosas; en ninguna escuela ocurrían los motines por esa causa; al revés: se amotinaban para obligar al catedrático que no les daba la materia o las lecciones convenidas, a que asistiese y diera completa la enseñanza: en Bolonia y en otras partes, llegóse al extremo de depositar las cantidades que constituían los honorarios del maestro, en casa de tercera persona, la cual no los entregaba hasta que el contrato de enseñanza se cumplía.

Ahora tiene que esconder el catedrático su deseo de vacaciones (que es un delito muy grave), para que no se crea que favorece la indisciplina; tiene que lamentarse públicamente de que no asistan, a pesar de sus vehementísimos deseos de que la juventud aprenda y traiga esa regeneración que tenemos encargada a no sé quién; es decir, fingiendo en algunas ocasiones un sentimiento artificial que no se siente. Y esto no lo digo por mis compañeros, lo digo sólo por mí, que soy pecador.

Alguna vez he sentido que no asistieran; pero, desde hace tiempo, procuro no sentirlo: me ha aparecido que ese sentimiento en mi alma, no tenía origen noble y generoso; provenía sólo de mi vanidad de magistrado, la cual se siente herida al ver que, a pesar de mi poder omnipotente, se me burlan y me patean.

El grave escándalo de indisciplina que se comete por falta de asistencia, comenzó en las instituciones superiores de enseñanza, desde poco tiempo después de haberse introducido el examen. Sucede hoy, sucedía hace cincuenta años y hace cinco siglos; y no procede de la temperatura, no; porque en Junio hace calor y los alumnos están mansos; por Navidad hace frío, y saltan, corren y embisten como toros en la época del celo. Eso procede de los exámenes, que fijaron y determinaron los principios y fines de los cursos, que antes eran cosa indefinida y continua; además han traído la tendencia a que duren el menor tiempo posible.

Y no es malo solamente el que haya vacaciones anticipadas y numerosas, sino que las creamos caso grave de indisciplina, y que, a pesar de tener motivos para reconocernos incapaces de remediarlo prácticamente (porque de remedios teóricos todo el mundo posee una receta), estamos siempre esperando que nos caiga de las nubes una solución salvadora.

Los primeros días de Diciembre los dedicamos a cavilar sobre el fenómeno: es la tarea de moda en aquellos días, tema obligado de nuestras conversaciones y de las de casi toda la nación; después, ya casi nadie se acuerda. Algunas personas contagiadas de romanticismo, recitadoras prácticas de las coplas de Jorge Manrique, creen haber atinado al ocurrírseles que estos achaques de indisciplina tienen por causa la maldad de los tiempos presentes. ¡Oh! en otro tiempo, allá en la edad media no sucedían estas cosas.

Esos románticos no saben o han olvidado de la misa la mitad. He leído con algún cuidado la historia de nuestras universidades, del insigne aragonés Lafuente, y me he convencido de que esto es achaque de tiempos pasados también; y, lo digo con sinceridad, yo hubiese sentido vergüenza de tener por compañeros a muchos claustrales de Salamanca y de otros partes: en algunas épocas aquello no eran establecimientos de enseñanza, eran... no sé, una cosa así como cueva de bandidos. No es frase mía, es frase del dicho historiador.

¡La disciplina en aquellos establecimientos!... Vale más no meneallo.

Otros caviladores más modernistas encuentran otros remedios: ¡Ah, si yo fuera ministro, si yo fuese rector!...

Sucedería igual, caballerito, porque así como de hacer ministro a fulano o a zutano, no van a cambiar las leyes de la naturaleza así tampoco se van a cambiar las leyes del espíritu humano ni los principios psicológicos.

En el orden espiritual, como en el físico, hay seres como la dinamita: estando suelta, es inocente, inofensiva, se la toca, se la deshace, se la quema con un fósforo, y casi ningún peligro ofrece; pero comprimida y apretada, es muy peligrosa.

Ese método homeopático de curar la medicina con el mismo remedio que causa la enfermedad, debiera ya proscribirse. Sólo pueden tomarlo por lo serio algunos que hablan mal de rectores, ministros, catedráticos, etcétera, porque éstos no fuerzan y recluyen a los jóvenes, como algunos atan muy cortos a los perros para que ladren más fuerte y se les vuelva el genio más duro e intratable. Cuanta mayor tirantez, mayor indisciplina; convenzámonos ya para no caer en ridículo. Los estudiantes, en ese caso, se burlan de nosotros impunemente. Ya lo dijo Royo:

                                      Siempre me están llenando de amenazas
                                      y de vanas promesas
                                      de darme calabazas
                                      pero yo ¡ni por esas!
                                      · · · · · · · · · · · · · · · ·  · · · ··  ·  · · · · · 
                                      Reíd de las medidas ejemplares
                                      y de la disciplina
                                      que hay en esos lugares
                                      según rancia doctrina.
                                      Consejos, expedientes, zarandajas,
                                      pero pasa el momento
                                      y todo queda en agua de cerrajas.

Y vale más así; porque si tuviéramos eficaces medios para evitar las manifestaciones externas de la indisciplina, aun sería peor la indisciplina interna del alma.

Vese, por todo lo que hemos expuesto, que los exámenes son ídolo o fetiche de escaso poder: tiene beatísimos devotos allá por el mes de Mayo y primeros días de Junio; nadie le reza, y aun se le burlan, en la mayoría de los meses del año escolar.

Él hace imposible ese temple constante, seguido y sereno que es condición necesaria para que se haga placentera la vida de trabajo; él produce el deseo de jolgorio y vacaciones al principio; él produce el aplanamiento cobarde del fin.

Este fenómeno que, a primera vista, no llama la atención, echa a perder el estudio haciéndolo, en unos casos, inútil; en otros, perjudicial. Los exámenes dividen el curso en dos períodos: 1.º de diez meses largos, período de libertad anárquica; 2.º de dos meses cortos, de absolutismo y esclavitud.

Veamos el efecto que producen estos dos estados en las facultades del alumno.

Efectos en la inteligencia. Después de pasar el alumno cuatro meses de verano, en completo barbecho, se presenta en Octubre ante aquellos cuyas caras le recuerdan el miedo que sufrió.

Comienza el curso sin ganas de aprender, apenas fija débilmente la atención, a veces ni se deja llevar como materia inerte para que hagan de él lo que se quiera: cosa que dificulta la enseñanza, la cual exige esfuerzo propio y algo de espontánea actividad; por que el fin es aprender, y el que no quiere, no aprende. Aun más, el alumno se coloca en actitud de resistencia; y así es imposible enseñarle.

Si al que se obliga a beber, no tiene sed, y al que le obligan a comer, le falta el apetito, el efecto natural es aborrecer la bebida y la comida. Comienza, pues, el curso con tirantez de relaciones entre catedrático y alumno. Éste hace chirigota de la ciencia; y lo que aprende en ese estado es la inexactitud en las palabras y en las ideas, que es el primer efecto de la escasa atención al estudio.

El catedrático, con la falta de asistencia, se ve negro para explicar la mitad o las tres cuartas partes de la asignatura; y si se atreve a darla, suele ser haciéndola pasar ante la vista del alumno como un cuadrito del cinematógrafo, que parece una exhalación después de pasada la última fotografía.

El alumno se ha enterado rápidamente. El efecto es que no puede darse cuenta de lo que se le ha enseñado; y ha visto lo bastante para perder la curiosidad que luego podrían producirle las nuevas impresiones.

En la segunda época, es cuando el alumno trabaja con afán. Aquí, en este tiempo, es donde dicen que se sienten los saludables efectos del examen.

No son saludables. Son horrorosos; por que entonces los alumnos no tienen esa docilidad suave, necesaria para la enseñanza, nacida de la curiosidad y del respeto al que sabe más y se tiene por guía, no; entonces viene ese trabajar mecánico, propio de la esclavitud y del temor: esa degradante docilidad es ruin para todo trabajo, especialmente de la inteligencia.

Los alumnos cuentan los días que faltan para los exámenes y encuentran insuficiente el tiempo, para prepararse bien: y comienzan las agitaciones vanas, la actividad calenturienta y desordenada, la impaciencia, la falta de reposo, las velas continuas, la tensión constante del espíritu; y así como de exceso de savia mueren las plantas, o por sobra de aceite se apaga el candil, así agótase la inteligencia y viene el trabajo estúpido y perjudicial.

«Porque, como dice Huarte, de la manera que el cuerpo no se mantiene de lo mucho que en un día comemos y bebemos, sino de lo que el estómago cuece y altera, así nuestro entendimiento no engorda con lo mucho que en poco tiempo leemos, sino de lo que poco a poco va entendiendo y rumiando cada día.»

Es casi dogma psicológico que la atención espontánea da el máximun de efecto, con esfuerzo mínimo; la atención forzada, el efecto mínimo con grande esfuerzo, como cuando se sostiene una conversación empalagosa, que apenas nos enteramos violentándonos mucho.

Entonces los estudiantes no tratan de estudiar, sino de huir de los exámenes lo más ligeramente posible: de memoria, de cualquier modo (el libro que se inventó para descargar la memoria, es medio de aprender de memoria); aprenden sin razonamiento la doctrina del profesor (el esclavo no cavila en buscar razones a la autoridad); se habitúan a no mirar las pruebas científicas, aunque se las den: hasta el mismo Aristóteles sirvió para esa rutina de la escuela, como ahora santo Tomás en muchas partes (cosa que detestarían ambos, que fueron grandes filósofos y en cierto modo revolucionarios e innovadores).

Así como el miedo de morir nos pone en manos de un curandero o sortílego, así el alumno, por miedo al examen, admitiría cualquier impostura científica que tuviese en sus apuntes; aun lo razonado de los libros o del profesor lo admite, como admitiría una superstición.

El alumno, para acabar pronto, transtueca el método de trabajo: en vez de estudiar y comparar hechos o datos particulares, aunque fuera sólo para comprobación, toma la ciencia por la cima, por las generalidades, y todo esto sólo para contestar. Muchas veces no son materias, sino lecciones; no importa cuales, sin enlace, ni relación ninguna.

Y no tienen más remedio que hacerlo, aun los mejores alumnos, porque para el examen no tanto sirven la constancia y orden que se hayan tenido en el estudio y el trabajo, cuanto la frescura para recordar todas las materias: conviene todo bien repasado y preparado para el escaparate del examen. Cuando mejor fuera haberlo casi olvidado, después de bien sabido; y es lo más provechoso. Eso no es olvido: es posesión propia y personal de la ciencia; lo que se olvida es el sitio en que se ha aprendido, las palabras con que se le explicó; es decir, se olvidan los accidentes de lugar o tiempo, etc. Pasa en el alma lo que sucede en el cuerpo: ¿quién sabe ahora qué glóbulo de sangre, o qué parte de miembro procede de lo que comimos hace dos semanas?; una vez digerido, es muy difícil saber la procedencia.

Por lo tanto no hay más remedio que atracarse allá en el mes de Mayo, como un herbívoro, y así, a medio mascullar, engullir autores y materias, sin rumiarlas para formar opinión propia, sin examen lógico interno, sin contraste con la realidad; hay que llenar el estómago como salvajes después de tres días de no comer. Horrible digestión, que para en los vómitos del examen. Tras él, casi nadie estudia: tras del cólico, nadie suele tener apetito.

Veamos ahora los efectos en la voluntad.

Ésta que es la facultad del alma que imprime carácter en los individuos, la que con más cuidado y delicadeza debiera ser educada, sale con nuestro régimen de enseñanza completamente perdida. Pensad que para las tareas intelectuales, para el estudio, se requiere una gran dosis de voluntad muy bien disciplinada: y que poseer inteligencia y no tener voluntad produce ese desequilibrio moral que es la enfermedad de los pueblos decadentes.

El que hace sufrir, no puede ser querido; se comienza por establecer relaciones antipáticas entre alumnos y maestros, las cuales quitan aliciente al estudio. El derecho de asistir se convierte en obligación; pero como de antemano se ha excitado a la desobediencia, y no poseemos eficaces medios para que se cumpla la disciplina en la primera parte del curso, la voluntad de los chicos no es voluntad, es libertinaje, es licencia: se acostumbran a burlarse de las autoridades y de la ley. ¡Esa es la hermosa educación de ciudadanos que el régimen de los exámenes produce! ¿Ha de extrañar que después, cuando son hombres, sigan los hábitos adquiridos en la juventud y lleven el desorden a todas las esferas, incluso a la vida pública? Ahí tienes el español: unos días gritando en malas formas por las calles contra todo lo constituido; otras, obediente como un borrego, a los caprichos de un cacique.

Eso es el discípulo en la segunda parte del curso, un borrego que a ciegas obedece sin investigar la razón porque se manda. Eso no es voluntad, al contrario, es el abandono de sí mismo; es la servidumbre.

En la segunda parte del curso, en vez de una excitación al estudio por estímulos agradables, se emplea el miedo, que es una de las pasiones deprimentes más típicas. El miedo, según dicen los que de estas materias entienden, por la contracción de los vasos, lleva consigo aceleración de pulso, circulación anormal en el cerebro, y parece excitante; pero por sus efectos en las vísceras y capilares, perjudica al trabajo psíquico considerablemente: en vez de energía espontánea y creadora, la abulia, la falta de firmeza, de constancia, abatimiento y postración de fuerzas, excepto las necesarias para ponerse en condiciones de escapar, de huir en los exámenes. Aquel bravío y desconsiderado, que ni siquiera guardaba las fórmulas de cortesía al principio del curso, ahora es tan servil y tan cobarde, que admitirá el mayor despropósito afirmándolo como la más clara verdad científica.

Estas alternativas de libertinaje y esclavitud, repetidas durante diez o doce años, juntamente con los efectos estudiados antes, los sienten de un modo muy sensible las sociedades que se dejan manejar por los elementos así educados.

En la mejor edad de la vida para recibir las impresiones nuevas, aquella en que se moldean los caracteres, se acostumbra a los jóvenes a estar en la vagancia muchos meses del año, y a ratos en actividad febril, encajonada en una sola dirección, la de los libros; y eso a la fuerza, con una regularidad externa, que a muchos entusiasma, porque no saben que es desorden interno. Si algo hay averiguado en la psicología de la educación es que cuando se desarrolla la curiosidad espontánea (y no en todos es a la misma edad, y con idéntico proceso) entonces, y sólo entonces, se está en aptitud de aprovechar la enseñanza. Cuando el chico siente disgusto, es prueba de que se le han presentado las materias prematuramente o en forma indigesta o en malos modos.

Se le enseña muchas veces lo bastante para quitarle la curiosidad que aun no ha nacido; por eso se dispensan muchos de estudiar, v. gr., filosofía, psicología y otras materias que aprenden sin entenderlas; se les dio antes de que las pudiesen digerir; no se mira que lo que a los 15 años repugna, puede ser manjar deleitoso y sabrosísimo a los 20. El examen ha traído la invariabilidad de los cursos y la poca elasticidad o variedad de adaptación de la enseñanza a cada caso particular. El buen alumno no puede suplir, repitiendo curso, los estudios incompletos. Si repite, encontraráse que le repiten, como en noria, la misma materia del principio de la asignatura. A esto obliga el orden establecido: el suplicio de Tántalo, aplicado a la enseñanza.

Así, en vez de gusto por los placeres intelectuales, resulta en muchos el odio a la ciencia, siendo el estudio el trabajo más atractivo que la juventud aceptaría y menos repugnante: se hace infeliz la edad de la alegría y del placer activo, bastardeando por la fuerza y la violencia los caracteres más generosos.

A los libros se guarda horror; los tienen como señal de castigo. ¡Y aun hay quien cree que forzando a que no los vendan se aficionarían!

Aun los buenos, aquellos que se han sometido, en vez de sabios, suelen ser lo que dijo Montaigne: «asnos cargados de libros, que llevan la ciencia en el bolsillo, sin haberse casado con ella.» Y la llevan sudorosos y enclenques, sin vigor científico, sin poder ser investigadores, sino repetidores de todo bicho viviente, sin poderse averiguar su parentesco intelectual: no se sabe de quién son hijos, porque les han amamantado veinticinco nodrizas, con tan poco cariño, que apenas han podido dormir un momento en el regazo de ninguna.

No salen de los exámenes tamquam tabula rasa, como dicen algunos, sino peor: como tabla borrosa, donde nada se lee bien, ni se puede escribir de nuevo, a no ser que se pase primero la esponja. Y gracias si alguno tiene el valor necesario de purgarse el cerebro (operación muy útil, como lo es la de purgarse el cuerpo, cuando se siente empacho), y perseverar después en el estudio, supliendo con voluntad los vacíos que los cursos invariables le dejaron. Muchas veces se distinguen luego muchachos que nada han sobresalido en las aulas de la universidad.

Lo mal aprendido pronto se olvida: pero los exámenes hacen que no se pierda por lo menos la presunción y el orgullo, aunque se pierda el saber. Allá permanece puesto en un marco, en la pared de la habitación, el papel escrito en que Su Majestad y el ministro de Fomento le están llamando de continuo sabio doctor, o una fotografía en donde a parece el individuo con las hopalandas y borlas. Merced al título e insignias que por los exámenes se alcanzan, toda la vida puede uno darse tono de ilustrado, sin leer ya, ni discurrir: y sucede lo que dijo Séneca: «Muchos llegarían a ser sabios, si no pensaran que lo son.»

La mayoría de los que imaginan tener la suerte de seguir con afición al estudio, se conservan desequilibrados: mucha excitación nerviosa del cerebro y poco valer moral, por falta de buena disciplina de la voluntad. Sin ella la inteligencia se entretiene en fruslerías, aplícase a nonadas sin utilidad ninguna (signo de decadentismo en todos los órdenes), sintiendo cobardía para el trabajo verdaderamente fructífero de investigación o de comprobación, que necesita perseverancia en rumbo bien elegido.

Con el examen la educación se ha maleado; porque en vez de acrecer el vigor, se favorece la debilidad que es la consecuencia del miedo. La cobardía, dice un gran psicólogo, es indeleble: el que ha sido una sola vez cobarde, no es valiente nunca. El intrépido puede equivocarse en algunas ocasiones; el cobarde se equivoca siempre.

Para las tareas intelectuales la intrepidez es necesaria. ¿A qué se ha de atribuir esa laxitud y debilidad intelectual que desconsuela y entristece, que se muestra en el mismo púlpito, en la prensa, en los libros, sino a la falta de esa vigorosa disciplina lógica que proporcionan los estudios hechos con valentía, con ardor y bien digeridos? Se discute, se escribe, se discursea superabundantemente, y nos figuramos que todo eso es vigor intelectual y sanidad. ¡Cuántas veces un cuerpo gordo, gigantesco, no es más que hinchazón, linfa, tejido adiposo que valdría más expeler!

Somos muchos los que, ahítos de estudio, tenemos muy flaco el espíritu.

El buen universitario, en las condiciones del tiempo presente, ha de ser mal científico, porque se acostumbra a la verdad oficial, de la que ni trata, ni debe tratar la lógica; por ella, todos saben latín, francés, alemán, griego, árabe, hebreo, etc., sin que apenas sepan traducir, ni mucho menos hablar; por ella se puede ser abogado sin saber plantear un juicio ejecutivo o un juicio de menor cuantía, ni un sencillo acto de jurisdicción voluntaria; médico cirujano sin la práctica de sajar el dedo para curar un panadizo; capitán sin haber presenciado la más ligera escaramuza; arquitecto sin haber dirigido la construcción de una tapia; y filósofo y letrado sin haber adquirido esa vulgar sindéresis que se llama sentido común.

El buen universitario debe ser grande improvisador: se acostumbra a hablar de repente, sin estar enterado de la materia: así lo ha practicado muchas veces en el apuro del examen; suele ser disputador empedernido de tesis, acerca de las cuales no ha tenido motivo para haber formado juicio ni opinión, sólo por vanidad se empeña, y sostiene sus afirmaciones por pruebas que otros han dado, sin convencimiento propio.

Esa creencia en la verdad oficial hace también que la sociedad se confíe demasiado en todos ésos que cree tan instruidos, y cuando viene el apuro, encuéntrase desarmada y mal servida.

El régimen de los exámenes favorece de una manera extraordinaria esa educación de encierro en los colegios, o de internado, que toma grande incremento en muchas naciones; régimen cuartelario que acaba con el nervio de nuestra juventud.

El examen produce también esa distinción injusta e irracional de carreras nobles e innobles; por ellos se han desacreditado las profesiones manuales, la industria, el comercio, las cuales de no tener la tacha tradicional impuesta por las leyes y el modo de pensar antiguo, estarían más concurridas, y desaparecería ese desequilibrio social por el que mucha gente queda baldía y desocupada. Nos quejamos luego de la empleomanía, y se la fomenta: pero ¡qué empleomanía! la de los inútiles, que es la peor empleomanía. Porque el desdichado que, después de tantos títulos, se encuentra sin comer, dice con razón: me dicen que sé mucho, y yo me muero de hambre. Pues que cargue conmigo el que fue cómplice de mi conducta, el estado. Éste ha de cargar con ese inútil presumido, que tiene la ambición y el deseo de conseguir muchas ventajas con poco trabajo y muy de prisa.

A eso se le ha acostumbrado en las escuelas.

El examen, además, hace imposible la reorganización de la enseñanza.

Por él los establecimientos de instrucción han de ser necesariamente oficinas del estado, con todas las consecuencias que de ello se derivan: ofrecerse como campo de batalla para todas las pasiones políticas, en los planes, materias, criterios y personas; en vez de ser campo independiente y neutral de retiro y de trabajo.

Ahora se estilan unos legistas tan filósofos, que creen que el legislador puede hacer las leyes contra la naturaleza, porque tratan de que el cuerpo social se acomode a sus intentos, en vez de acomodar sus intentos a la especial idiosincrasia del cuerpo social: unos quieren traer los planes de enseñanza franceses, otros sueñan con implantar los alemanes, otros suspiran por los ingleses (aun habrá, de aquí a poco, quien se entusiasme con los del sur de África etc., etc.); y como no podemos dejar de ser españoles, viene el fracaso de todos ellos. Para que nuestro pueblo se acomode a esos planes, es preciso que pierda la escasa espontaneidad que mantiene, es preciso amasarle con violencia y constreñirlo para recibir las formas del extranjero.

La autonomía de las universidades y de los estudios, que sería un medio para que se mostrara más potente esa espontaneidad, y se regenerase la enseñanza, no debe ser concedida, existiendo los exámenes y grados. Porque está experimentado ya durante muchos siglos que, en esas condiciones, la competencia se establece, no en el trabajo y en la calidad de la enseñanza, sino en la pesca del mayor número de alumnos, y esto se consigue con la laxitud; y ésta inutiliza la enseñanza. Si a las universidades, teniendo el monopolio de títulos y grados, se las declarara autónomas, graduaríamos a todos los ignorantes y vagabundos del universo; por que los exámenes quitan el verdadero estímulo de la noble competencia.

La libertad de enseñanza, que tantas ilusiones llegó a formar en muchos, es irrisoria con los exámenes. Todos sabéis lo que es.

El régimen de los exámenes imposibilita hasta la buena elección de catedráticos: éstos han de ser hijos del examen, ya durante su carrera, ya al tiempo de hacer oposiciones, que son un examen comparativo, con todos los defectos esenciales de éste. Por virtud de las mismas, establécese un sistema de alimentación intelectual autofágica, que consume las energías que pudieran existir. Esta es una materia que, como otras muchas que se rozan con los exámenes, requieren estudio especial que dejo para otras ocasiones.

Pero ¿no podría atinarse con una reglamentación sui generis del examen, que aminorara los malos efectos que produce?

Ésta ha sido, como hemos dicho anteriormente, la cuestión eterna de la enseñanza, sin que se haya descubierto jamás una fórmula que satisficiera: todas se han probado, y al poco tiempo han caído en descrédito.

Si el profesor examina, mal: laxitud; si lo hacen personas extrañas, peor: más laxitud.

Si son orales, mal; si son escritos, se falsifican y es peor.

Si se celebran a la sordina, mal; si son públicos, peor.

Si no hay bolas, mal; si hay bolas, peor.

Si se multiplican en la carrera, asignatura por asignatura, echan a perder la enseñanza, y resultan malos; si se forman comisiones examinadoras para el grado únicamente, mayor inmoralidad: pasarían sin estudio, y es peor.

Todos los artificios que se han imaginado, como remedios, no han servido sino para empeorarlos.

Tratando de buscar una salida que obvie los inconvenientes, han llegado los más listos a la puerta del laberinto, y creen que lo mejor es volver al punto inicial, es decir, a la fórmula del tirano que los inventó, a saber, el cuerpo de examinadores oficiales.

Y ¿por qué no salir fuera de los callejones de ese laberinto o respirar el aire libre del campo? Los defectos son esenciales, y es imposible que ninguna fórmula de artificio los evite. Lo hemos dicho ya repetidas veces: una institución es absurda, cuando exige para su funcionamiento normal y ordinario virtudes y facultades que nadie o casi nadie suele tener.

Y cómo es que se mantienen? Si son irracionales ¿existirán sin razón alguna?

Si por razón de un hecho, se entiende el motivo por el cual ese hecho se verifica, indudablemente ha de haber razones que puedan explicar la existencia del examen: nada hay en el mundo que suceda sin razón suficiente, como dijo Leibnitz; pero, si por razón se estima una causa que justifique como buena, provechosa y útil la institución, de esa clase de razones, no he podido encontrar ninguna, no obstante mi vehementísimo deseo de encontrarlas.

Muchos no saben otra cosa, sino que es un hábito antiguo, que se sigue por virtud de la inercia, sin razonar; la bondad del examen la prueban por fe, sin más razón misteriosa que la rutina de muchos siglos: cosa que hace sacratísimas todas las instituciones; sin pensar que lo malo, por el sólo transcurso de los siglos, por vejez, no es posible que se convierta en bueno. Lo que sucede es que perdemos la sensación de los dolores que produce.

Es una superstición de gente sabia, que se mantiene por intereses creados; y vive sin contradicción, porque los que sufren las consecuencias no se han enterado, aunque no sean vulgares personas.

Todo el mundo les da importancia, por ser la parte única de las tareas escolares de que se habla en los periódicos.

Es un balance de estas tareas, por el cual los padres quedan satisfechos de las notas que con excesiva laxitud se conceden a los hijos; la familia los felicita, sin averiguar si es verdadero lo que los papeles rezan; los chicos tan alegres, porque tienen medio de prueba fehaciente de la aptitud que suponen; los catedráticos tan campantes, porque sin grandes cavilaciones ni esfuerzo personal, nos figuramos adquirir un medio de respeto y disciplina; y el poder público tan ufano por creer que tiene a su disposición una poderosa palanca para influir en el ánimo de sus subordinados, imaginándose que atrae a su favor a la nobleza intelectual del país; y además consigue con ellos un beneficio fiscal con que arbitrarse en sus apuros.

Estas razones del hecho de man tenerse hacen difícil atacar a los exámenes, sin necesidad de que se apoyen sobre fundamentos de justicia ni bondad.

Pero los señores de la inteligencia no se habrán contentado con decir que es cosa de fe en esta religión oficial; alguna razón darán. Sí; pero siento confesar que todas me han parecido de pie de banco. Vamos a verlas.

Los exámenes son el único estímulo del estudio; el día que se supriman, queda suprimida la enseñanza. (Esto dice en una obra reciente un autor de campanillas.)

Con perdón de dicho autor, eso, hablando en plata, es una necedad. España, sin ir más lejos, ha tenido una época de grandísimo florecimiento en todos los estudios y en el saber, época en que su pensamiento ha ejercido poderoso influjo en la humanidad, la instrucción estaba muy generalizada, y no había tal estímulo; Roma fue señora y maestra del mundo, y no lo tuvo; y el pueblo cuyas enseñanzas filosóficas y literarias han servido de modelo a todo pueblo ilustrado, Grecia, no tuvo ese estímulo; ese estímulo faltó en Alejandría, Constantinopla, etc., y a dichas escuelas debemos el saber de la edad media y el arranque de la moderna; la Escolástica tuvo su grandeza, cuando no existía aun tal estímulo, y decayó hasta el abismo, cuando lo tuvo; Alemania ha mantenido su hegemonía intelectual en aquellos centros donde no han existido exámenes; en los Estados Unidos se observa idéntico fenómeno, etcétera, etc.

El examen es el único estímulo del estudio para aquellos que vienen para sufrir el examen, no para estudiar. Esta es la razón de pie de banco, por ser pura tautología. Es decir, que únicamente es bueno para aquellos que no debieran estudiar; mas sufren las consecuencias los que sin exámenes estudiarían.

La necesidad del examen la ha traído la exigencia misma del examen: es un aperitivo artificial al que nos hemos habituado; suprimidos los exámenes, reaparecería el estímulo natural o el apetito de la ciencia por la ciencia misma. Estudiaría quien quisiera saber, nadie más; es inútil que estudie el que no quiere estudiar.

Hace algunos años se introdujo la moda de vender chocolate con regalo. Muchas señoras, por el capricho de adquirir bagatelas de cristal o porcelana, compraban chocolate; no por él, sino por el regalito que daba el comerciante. Resultado: envenenarse con el ruin género que se despachaba, sólo por el gusto de llenar los vasares de la cocina de cacharrillos inservibles, por lo frágiles y de poca resistencia. Al fin, la gente se ha desengañado, y, al cesar el artificio, aun hay quien compra chocolate. ¡Me parece!

Otra razón, que me figuro que es de pie de banco: en casi todas las naciones civilizadas se hallan establecidos los exámenes; por consecuencia, buenos deben de ser.

Esto no es razón, es simplemente confesar ignorancia de razón, y afirmar sólo que es de suponer que habrá alguna para que muchas naciones los acepten. Es decir, es una suposición de razón.

Todas las señoras de las mejores clases sociales, las de más tono y que se tienen por mejor educadas, hace dos o tres años que llevan arrastrando por los paseos sus vestidos de cola. Alguna razón ha de haber para que esas gentes las usen: la razón suficiente de Leibnitz; pero ninguna razón de comodidad; porque al demonio se le ocurre que es cosa cómoda ir recogiendo barro por las calles cuando llueve, o si el tiempo es seco, levantar el polvo de los andenes, ensuciándose a sí mismas interna y externamente y haciendo intolerable su proximidad a los que las acompañan.

Otra razón que me parece de pie de banco. El examen es el medio más adecuado para aumentar la respetabilidad del profesor.

La razón no dignifica mucho a los profesores, porque supone que no bastan las cualidades de buenos maestros que poseen, para mantener la disciplina; y además no es verdad: si algo prueba este mi trabajo, es que los exámenes fomentan la irrespetabilidad.

Otra razón de pie de banco: las universidades quedarían desiertas, porque nadie encontraría ventaja en venir.

Distingo: si éramos buenos maestros, vendrían, como ha ocurrido en épocas en que no había exámenes: hoy acudirían más por las facilidades de medios de comunicación, estar más generalizado el deseo de ser instruidos, los medios rápidos de publicidad, etc., etc. Ahora, si éramos malos, harían bien en no venir; y no habría razón para quejarse; a no ser que nos contentáramos con servir de señuelo para atraer parroquianos a las casas de huéspedes de la población; y esto, si pudiera ser motivo para que se mantuviesen los exámenes, no lo es de su bondad ni utilidad intrínseca.

Otra razón del mismo calibre. Fuera de la universidad nadie estudia medicina, leyes, etc.; a ella acuden, aunque seamos malos, por el examen; si se le quita a la universidad ese privilegio, no sólo quedaría desierta, sino que desaparecería la enseñanza de las profesiones liberales.

Esto es lo mismo que decir: ahora no fabrican fósforos sino los agremiados para el monopolio de las cerillas; tenemos cerillas, porque los que tienen la exclusiva nos hacen el favor de producir las necesarias; el día que desaparezca el monopolio, de seguro nadie las fabricará, porque los que ahora las producen, no tendrán interés en producirlas, pues nadie se las pedirá.

El día que la universidad no tenga exámenes, mejorará ella seguramente, por el estímulo de la noble competencia. Y podrá sostenerla mejor que nadie, por la sencilla razón de que está ya más organizada, mantenida por el estado y con superior prestigio a toda nueva institución.

Entretanto la universidad puede envanecerse como Juan de Robles: hizo un hospital, mas primero hizo los pobres. Hoy es la única que enseña, porque el monopolio de los grados impide toda otra enseñanza de las materias de su instituto. Por eso no lo hace tan bien como fuera de desear. El monopolio es fruto del examen, y el monopolio tiene la culpa de que las cajas de fósforos sean malas y estén vacías.

La ocurrencia única que merece la pena de ser analizada, porque a primera vista ofrece aspecto de razón, es la que tuvo el inventor de los exámenes. Aquel monarca deseó sustituir el dictamen popular, que consideraba necio, por el de su médico de cámara, indudablemente más ilustrado. Entre el juicio que un patán forme de las aptitudes de un médico para ejercer la medicina, y el juicio del médico más famoso de su imperio, no hay duda en la preferencia: todo el mundo se decidiría por el juicio del médico mayor.

Ese es, para mí, el motivo que explica la veneración con que fueron aceptados los exámenes e introducidos en casi todas las naciones, y la virtud intrínseca que los mantiene.

A mí me rendiría tal vez esa consideración, si la persona o personas encargadas de examinar reuniesen las dos condiciones que siguen:

1.ª El ser ubicuos, es decir, que pudiesen al mismo tiempo estar en todas partes examinando continuamente a todos los qué ejercieran las profesiones, asistiendo a todos sus actos y probando todas sus aptitudes y cualidades.

2.ª Que tuviesen tanto interés por el buen servicio de cada uno de los ciudadanos de la nación, como cada ciudadano es de suponer que tenga en las cosas que más le interesen: vida, honra, bienestar, etc.

Han pasado muchos siglos desde que el hombre está en la tierra, y aun no hemos visto un ejemplar de esa raza ideal de examinadores; ni se ha inventado una receta para adquirir esas cualidades requeridas. Todo lo que se puede lograr es que haya hombres entendidos, juiciosos y algo imparciales, que se dediquen algunos ratos a llenar ese oficio y, con rapidez, en un ratito corto de conversación, averigüen cuatro cosas que no pueden constituir garantía segura en que confiarse decididamente.

Mientras sea así, yo me decidiré en favor· del examen popular, por muchas razones.

1.ª Porque el examen popular no es necio, como supuso aquel monarca: éste, si tuvo buenos médicos en su palacio, lo debió a ese examen popular que se los había denunciado como médicos famosos; esos mismos médicos sabían medicina, porque estudiaron con maestros que el examen popular les indicó como mejores; esos maestros fueron tales, por haber estudiado las obras de Galeno y de Hipócrates, que el voto popular señalaba como los autores más concienzudos.

Al decir examen popular, muchos sin duda entienden, que es el juicio de algún baturro del campo o de un mozo de cordel: ¿acaso no es pueblo, para el efecto, todos los que no son la comisión oficial examinadora, es decir, todos los ciudadanos, incluso el rey? Al decir examen popular, debe entenderse el de todas las personas de la nación. Y decir que es de mentecato ese juicio, es una vaciedad. El propio pueblo bajo, si no tiene suficiente juicio para hacer el examen directo, puede hacerlo indirectamente, fiándose de lo que digan o hagan los más instruidos.

Aun hoy, no obstante la mala organización de estudios, el juicio popular existe y no es mentecato, a pesar de la pérdida de espontaneidad que la excesiva confianza en el examen oficial ha producido. ¿Quién es el que escoge los mejores ahogados para sus pleitos? Los médicos famosos ¿a qué deben su fama? ¿A las notas de examen? No es verdad; porque muchos no se hicieron notar por su brillantez en las universidades, y luego son los de más clientela.

Las injusticias del examen oficial no hacen tantos estragos ahora en las naciones cultas, porque el examen popular, contra viento y marea, aun decide de muchas reputaciones por su juicio propio.

El examen popular, repito, no ha de en tenderse, aquí, el de la clase ínfima, sino el de todos los individuos, y ésos no son todos mentecatos; y el que lo es de remate, a pesar de poder fiarse de la garantía que le ofrezcan los exámenes oficiales, ahora, aun se guía por su chirumen escaso, y tiene curanderos que le asisten, mujeres que le enderezan los huesos, toma bebedizos, etc., como antes de haber examen; porque éste no ha disminuido las supersticiones: ahora existen un poco veladas o clandestinas, y viven por eso sin remedio, ni corrección posible, excepto cuando se trata de algún curandero que atrae mucha parroquia y saca muchos cuartos: entonces, ya le persiguen por intruso. La superstición ahora vive bajo el sello oficial: que no estamos seguros de que no sean médicos algunos que ni siquiera tienen la práctica de un curandero. No es malo sólo que haya quien fabrique monedas falsas con desgarbados cuños, contra las cuales está todo el mundo prevenido; lo peor es que el gobierno acuñe moneda de baja ley con la propia imagen del monarca. Eso sí que trae hondas perturbaciones económicas, como ha sucedido en muchos pueblos y en muchas épocas.

2.ª El examen popular nunca suele ser exclusivamente oral y teórico. Un vulgar ejemplo bastará para evidenciarlo. Se examina un chico de lengua alemana, v. gr., y los del tribunal le preguntan análisis de la crestomatía que ha dado, le hacen traducir el trocito cuya traducción se sabe de memoria, etcétera, etc., y resulta notable o sobresaliente.

Llega a casa, y su padre, satisfecho de la aplicación de su hijo, pregona sus excelencias; ¡sabe alemán! ¡sobresaliente en alemán! Viene un amigo de Alemania y aquél le dice confiado: ahora hablará V. con mi hijo. Se lo presenta, y el chico no dice esta boca es mía, ni entiende el alemán, ni traduce un párrafo, como no sea el de la crestomatía que le enseñaron.

Pregunto ahora, ¿cuál de los dos exámenes prueba más? Y el padre, por la confianza en los exámenes oficiales, será tan necio que, a pesar del fracaso, aun seguirá creyendo que el chico sabe alemán.

3.ª El examen popular si no enteramente ilustrado en todas las capas sociales, tiene la ventaja de ser constante y completo; es decir, alcanza a las obras de todos los días, la repetida aplicación práctica, prueba la moralidad, la diligencia, etc., todas las cualidades de la persona.

4.ª Es rectificable a cualquiera variación que ocurra en el individuo examinado.

5.ª Se hace por aquel que tiene interés directo e inmediato. Y si se engaña, será una lección para que se despabile. Hay necesidad de esos medios educativos sociales.

6.ª Se lleva a cabo sin que el individuo se percate, porque es a toda hora y en la normalidad de la vida: como se debe hacer.

7.ª Está interesado todo el pueblo; son mil ojos los que miran y ven mejor.

Y 8.ª No es tan fácil una falsificación como en los oficiales; pues éstos se resuelven en expedientes burocráticos, en los que caben suplantaciones de firmas y falsificaciones.

Y la falsificación de los exámenes oficiales no ha sido infrecuente, ha sido horrorosa. Dejemos aparte las falsificaciones que puede hacer el profesor preguntando de manera que con monosílabos se le conteste, indicando con los ojos, o el gesto, el sí o el no; no tratemos de la virtud mágica por la cual salen de la bolsa las bolitas de las lecciones que se saben los alumnos: ésas son formas de laxitud estudiadas ya; tampoco la que resulta de la artimaña que algunos emplean para averiguar el turno de los tribunales de grados, para solicitarlo cabalmente el día más apropósito para que toque el de los amigos o recomendados, etc.

Esas falsificaciones, aunque frecuentes, no parece que tengan malicia; me refiero especialmente a las falsificaciones que pueden hacerse fuera del tribunal y sin complicidad de ninguno de los maestros.

Se hacen suplantando nombres, es decir, examinándose una persona por otra. Ha sido falsificación de todos los tiempos; muy frecuente, por lo fácil, en las universidades antiguas, autónomas, sobre todo en aquellas cuyos títulos valían para cualquier nación; y bastante usada en nuestro tiempo, aunque sea un poco más difícil que en tiempos anteriores. Yo mismo he conocido personas, ahora muy respetables, que se ganaban la vida en años de apuro, examinándose por otros en enseñanza libre, o haciendo discursos para el doctorado o para concursos de auxiliares etc., etc. Por ésta y otras consideraciones, me parece justificado el que yo diga que tal vez posean título ciertas personas que ni siquiera sepan ser curanderos, ni rábulas, etc.

Otra forma de falsificación es la que se hace en las propias oficinas de los centros en que se preparan los expedientes o se expiden los títulos. Estos certificados falsos han sido muy frecuentes en otras edades; citaré, como botón de muestra, un parrafito de D. Vicente Lafuente (Historia de las Universidades de España II, págs. 32 y 33). Después de hablar de la horrorosa laxitud y facilidad de grados en las universidades españolas del siglo XVI, dice:

«Y otros venían de Roma con buletos falsos y simoníacos, en que se les daba título de Doctor, sin estudios ni ejercicios. Sabían que casi todos ellos eran fraudulentos y se invocaba el nombre del Papa y de los Cardenales, sin que tan respetables personas, tuvieran de ello conocimiento. Curiales subalternos, venales y encanallados, abusaban de los sellos de la Dataría Apostólica y Secretaría de Breves, suplantaban firmas y consignaban la expedición en los registros.»

Me parece que el botón de muestra es de bastante valor. ¡Ni las oficinas pontificias estaban libres de granujas!

En nuestra época las falsificaciones han sido muy frecuentes, sobre todo en tiempos de revuelta política y mudanza de personal. El mismo Lafuente confiesa que, siendo él rector de la universidad de Madrid, instruyó muchos procesos (creo que dice cuarenta) de falsificaciones descubiertas.

Y en otros partes, que no son la universidad, no se instruyeron, porque ciertas falsificaciones, no sólo se han considerado como cosa lícita, sino hasta como verdadera obra de misericordia.

Todas estas consideraciones me han decidido en favor del examen popular, y en contra del que se hace por comisiones oficiales.

No quiero decir, sin embargo, que el pueblo no se equivoque, no; está muy expuesto a errores graves y frecuentes; pero, si él se equivoca, que pague las consecuencias de su descuido; el que se fíe con excesiva ceguera, que sienta los efectos y abra los ojos: eso despabila más que los discursos políticos. Pero en lo oficial, uno fuma y el otro escupe; es decir, que los tribunales, queriendo o sin querer, hacen muchos más desaguisados, y por ello cobran; y quien sufre las consecuencias son otros, los que pagan; y así los defectos jamás se pueden corregir, porque se deja la corrección en manos de quien no tiene interés directo.

En este mundo no se puede inventar una fórmula que lo convierta en Jauja, donde pendan longanizas de los árboles; no nos ilusionemos con inventar una máquina ideal que nos vuelva al paraíso; quiero decir que, si el examen popular no es tan bueno como el que nosotros hayamos imaginado, es el mejor entre los que realmente podemos poner en práctica, aunque no sea el más cómodo.

Tenemos experiencia en las demás profesiones: los zapateros, sombrereros, sastres, plateros, etc., etc., no son peores que cuando se examinaban y tenían títulos (porque también eran señores de título) y estaba limitado el ejercicio de su arte; al contrario, se ha notado muy sensible mejora, baratura y abundancia, dejando la elección al juicio popular que los examina.

Y para este efecto, son iguales todas las profesiones. Es materia de que me gustará tratar más adelante cuando sea oportuno.

Al llegar a estas alturas, ya es hora de preguntar:

¿Cabe suprimir los exámenes?

Por mí no habría inconveniente, aunque mi clase fuera la primera en ser abandonada, pues me ha cabido la suerte de enseñar asignatura cuya ignorancia a nadie avergüenza (y hasta alguno quizá, quizá, la suponga prueba de discreción). Y digo esto para demostrar que el interés personal no me sirve de guía.

No creo que faltará autoridad, ni orden, ni disciplina, ni respeto: al revés, se restablecerán las relaciones naturales trastornadas por el artificio del examen.

Los establecimientos adquirirían vigor y sanidad con estas dos condiciones:

1.ª Que no fueran a estudiar sino quienes tuviesen el fin de aprender: esto se logra quitando todo estímulo extraño a la ciencia.

2.ª Que no enseñara, sino quien fuere capaz de ser profesor; lo cual se logra no recibiendo la autoridad artificial de magistrado.

Pues el desorden nace, o de los que vienen sin gana de aprender, o de la incapacidad propia o recibida de los que enseñamos.

¡Eso sería el derrumbamiento de la Universidad! Eso no pueden decirlo sino hombres de pocos alientos y de poca fe.

A todo viajero que visita el Escorial, suelen enseñarle una bóveda plana que se encuentra al entrar de la iglesia debajo del coro. Cuéntase que Felipe II, al ver cómo había de quedar, al tiempo en que la construían, pensó que no podría sostenerse y que era necesario se colocara, aunque hiciera feo, una columna que la sustentase. Púsola el arquitecto; pero hecha de papel; y un día que allí se encontraba el monarca, doliéndose de que fuera una necesidad aquella feísima columna, dióle aquél un puntapié y ésta se vino al suelo; y la bóveda plana, entonces más esbelta, se sostuvo, se ha sostenido y se sostendrá por mucho tiempo.

Los exámenes son para las universidades esas feas columnas de papel que las deslustran. La universidad es sólida, basada en fundamentos naturales, y lo será más por su organización, el día que se organize para su objeto propio, que es enseñar; lo feo son ciertos accidentes en los que falsamente se cree apoyada. Los establecimientos que más brillo han mantenido no son aquellos cuya vida se ha hecho depender de los exámenes.

Aquí no está el obstáculo para la supresión. Lo que imposibilita la supresión de los exámenes es lo siguiente:

Estos nacieron, según hemos expuesto, no por ellos mismos, sino como requisito previamente necesario para la licencia de ejercicio de profesión, o sea el título. El título y el examen forman, digámoslo así, los anillos de esa lombriz solitaria o tenia que enflaquece y debilita la enseñanza. ¿De qué había de servir tomar un brebaje violentísimo para expeler el examen, si dentro quedaba el anillo principal verdaderamente reproductor?

Es imposible: los títulos con el examen, tienen muy escasa garantía, casi nula; sin el examen, completamente nula.

Para suprimir los exámenes es preciso atacar primero a los títulos, monopolio anti económico que tiene menos razón de existir que el examen.

¿Por qué no suprimir los títulos? Esta es ya otra materia que trataré con mucho gusto, Dios mediante, tal vez el año que viene, sobre todo si veo que nuestros economistas no salen a la defensa de las pocas verdades primarias que posee la economía.

Entretanto la gente habituada a esta organización, y no sabiendo los efectos que de suprimirlos se seguirían, es natural que sienta miedo. Ese estado psicológico, es un obstáculo muy grave; mientras la sociedad se asuste, el cambio puede ser peligroso. Si supiera serenamente arrostrarlo, en eso sólo consistiría el remedio. Vis medicatrix naturæ: régimen higiénico y nada más.

La sociedad actual, en materia de enseñanza, está como aquel individuo que por haber estornudado dos o tres veces le metieran en la cama para que sudase, y, diciéndole que se estuviese quietecito le taparon con varias mantas, merced a las cuales sudó copiosamente; medio dormido y sin saber lo que se hacía, echó a rodar las mantas que le sofocaban, y entonces se constipó de veras. La familia asustada llama enseguida a los médicos y comienzan los vahos, tazas calientes, dieta rigurosa, una buena sangría, dobles mantas y mucha farmacopea, con lo cual extenuóse, perdió el apetito, y el infeliz ahora no se atreve a comer, ni a salir de la alcoba, ni aun a destapar los brazos, porque todo le molesta. Ha pasado años enteros en esa situación, respirando vapores de brea y malvas y bebiendo, en dosis infinitesimales, a ciertas horas, los escasos líquidos que en la farmacia le componen, consumiéndose de debilidad, por la falta de comida y de oxígeno.

¿Qué remedios se han de proponer para que se restablezca ese desdichado a quien los médicos no le han dejado más que los huesos y la piel?

Los médicos sociales aun persisten, en materia de enseñanza, creyendo en la virtud de las recetas, de las mantas, del encierro en la alcoba, y aun de la sangría. Y eso es una iniquidad.

Sacarlo de repente de la habitación y echarlo a pasear por la calle, ahora es imposible. Si de pronto a la enseñanza se la hiciera pasar al aire libre sin precauciones, ese aire, que es la esperanza de su vida, le matará; pero continuar en el invernadero en donde la han metido los exámenes y el monopolio de los títulos, sería resignarse a que nunca tuviese vigor, salud, ni lozanía. Su estado actual no permite otro remedio que el de hacerla pasar poco a poco y en gradación por salas donde el aire esté menos enrarecido, aligerarla de mantas, y sobre todo y ante todo hasta de farmacopea, a fuera todos los botes; que cesen de recetar los médicos nuevas pócimas; que se escojan cuidadosamente manjares de fácil digestión, frescos, y, consultando los que más le apetezcan, comenzar el nuevo régimen. Sólo así podría otra vez llegarse a la normalidad de la vida en las escuelas.

Y eso con decisión y constancia, aunque con prudencia, y siempre dirigidos hacia ese ideal, en esa dirección. Hora es que comencemos a dudar de esos fetiches de farmacopea que adoramos por recomendación de un tirano del Asia. Parece mentira, cómo los herederos naturales de la civilización griega y romana, los maestros de la humanidad, hemos sido inficionados por esa peste oriental de las instituciones académicas de invernadero. ¡Manes de Aristóteles, Platón, Hipócrates, Euclides, etc., perdonadnos!

Yo, que amo a la universidad, y me honro mucho con pertenecer a ella, le ruego con instancia y con cariño, que no deje a otros la tarea de estudiarse a sí misma, de corregirse; me llegaría al alma que la pudieran increpar diciendo: tú te envaneces de enseñar lo humano y lo divino, y, distraída en estudios exteriores, has olvidado el principalísimo deber que se consignaba en la célebre inscripción de Delfos, conócete a ti mismo.

Por esta razón no he dudado, ni un instante siquiera, de si sería o no sería discreto y oportuno el que yo viniese aquí a decir lo que he dicho. He creído que era mi deber y no había de tener escrúpulos humanos para cumplirlo; el tener escrúpulos hubiera sido ofensa a la misma universidad.

Por otra parte me duele el espectáculo que en materias de instrucción da mi patria, en la cual aun podrían fiar los pueblos latinos de América; le sucede lo que a Marruecos en los armamentos: cuando las naciones europeas abandonan ciertas armas antiguas, por haberse inventado máquinas de guerra más potentes, compran los desechos los rifeños y vecinos pueblos africanos.

Ayer imitábamos a los franceses, luego nos hemos ido enamorando de las cosas de Alemania, después de las de Inglaterra, y así iremos trasladando a nuestra patria todos los desechos, a medida que aquellas naciones no los quieran.

Y yo creo que la experiencia de la humanidad no está vinculada en lo que ocurre a esas naciones; creo posible un régimen de estudios infinitamente mejor que los oficiales de todas ésas. Aun dentro de nuestra patria, en nuestro pasado mismo, podríamos estudiar, si quisiéramos, pues no somos hospicianos para recoger un apellido de cualquier parte; aun en nuestra historia podríamos encontrar lecciones de experiencia, si supiéramos librarnos de ir tras vanidades de gloriosos recuerdos. Nosotros hemos sido boers, no seis o siete años, sino seis o siete siglos; hemos sido ingleses y alemanes y franceses; pues valimos lo bastante para ser como todos ellos juntos: averigüemos cómo llegamos a valer tanto, y cómo después nos hemos arreglado para valer tan poco. Además tenemos nobles tradiciones de antiguos pueblos a cuya familia pertenecíamos; y la universidad, que conserva los estudios clásicos, debía recoger esa experiencia, si no quiere que se diga que el clasicismo que ella guarda, sólo está de cuerpo presente.

Piense bien que si no lo hace por estímulo científico, lo tendrá que hacer por conservar su vida propia; sepa que vienen rumores cada vez más insistentes contra ella de todas partes: del extranjero, de España, de todas las clases sociales, del gobierno mismo; y conviene que los acontecimientos no la pillen de sorpresa.

He aquí los cargos que han salido de la pluma de una insigne mujer española, doña Concepción Arenal:

«Las palabras en vez de las cosas; los libros en lugar de los hechos; la autoridad ocupando el puesto de la razón; la rutina sustituyendo al plan razonado; las fórmulas recibidas pasivamente, a las adquiridas por trabajo; las reglas generales y abstracciones, antes de conocer lo particular y concreto; la mortificación sustituida al natural atractivo de la verdad; la hostilidad entre maestro y discípulo en vez de la armonía que debiera existir. Es absurdo sustituir el cariño por el miedo, la obediencia por la sumisión mecánica, la cordial franqueza, por la suspicaz reserva, y la razón por la autoridad. EL REBAJAMIENTO SOCIAL VIENE DE LA ESCUELA.»

D.ª Concepción nos ha clavado un estigma impuesto con hierro candente.

Hay que afrontar el peligro con valor: y el valor consiste en conocernos y corregirnos; no en huir como los avestruces perseguidos por los cazadores, que meten la cabeza en un agujero.

La universidad, no obstante todas sus faltas, procedentes muchas de su pésima organización, aun es, en lo moral, de las más sanas instituciones que se conservan: las manchas que ella tiene son muy visibles, porque nuestros actos se verifican casi todos a la plena luz del sol.

No nos sepa mal que nos los señalen para que podamos corregirlos; de esa manera aun podríamos ser ejemplo que evitase las eternas disputas y contiendas políticas y sociales en nuestra nación, en las que se echan en cara unos a otros escandalosamente sus pecados, como aquella turba de judíos apedreaba a la mujer adúltera, siendo todos ellos adúlteros.

Valiera más que sintiésemos la conciencia propia, y no tenernos que rendir por recriminaciones ajenas: aquélla puede traer el sincero arrepentimiento y la virtud; éstas quizá la persistencia oculta en el pecado y la hipocresía.

Por Dios, evitemos a todo trance, como corresponde a nuestro instituto, el que pueda aplicarse a nuestra patria, aquella sentencia de Sócrates: «Desdichado el pueblo del que se destierra la verdad.»

HE DICHO.

sábado, 25 de marzo de 2017

Julián Ribera, La supresión de los exámenes (primera conferencia)


Los días 19 y 20 de abril de 1900, el ilustre arabista Julián Ribera pronunció dos conferencias en la espléndida y recientemente inaugurada Facultad de Medicina y Ciencias de la Universidad de Zaragoza. Consideramos de interés y actualidad su contenido.

ADVERTENCIA

Este trabajo, que doy a la estampa, forma parte de un estudio, más comprensivo y general, acerca de las instituciones de enseñanza en los pueblos de Europa (explicadas por sus orígenes), que hace muchos años emprendí. Los materiales están reunidos y los planos trazados; mas la construcción exigirá, para que resulte un poco cuidadosa, el transcurso de muchos meses. No puedo ir muy de prisa.

Pero el tiempo corre; el ministro de Instrucción pública está nombrado; éste, para librar a los gobiernos españoles del vocerío y tumulto de los que desean que en un periquete y a bragas enjutas venga una regeneración paradisíaca, tal vez se lance a trascendentales reformas, sin previo estudio y reflexión madura. Me temo que se hagan atolondradamente, para justificar la creación del nuevo ministerio, y se siga, como es costumbre en estos asuntos, la pauta de lo que se vea implantado en cualquier nación europea.

Esto me ha movido a desglosar un trozo de mi trabajo, y plantarlo en la calle, para dar la voz de alarma: ¿El régimen de los exámenes continúa siendo base de reformas? Aquí presento, pues, un informe acerca de lo que han sido, son y no podrán menos de ser siempre los exámenes.

Va en forma de conferencias, porque lo escribí para ser leído en sesión pública en el edificio de la Facultad de Medicina y Ciencias, los días 19 y 20 del Abril pasado.

Algunos amigos, con excelente intención que yo agradezco, me querían hacer entrar en escrúpulos, y hasta me aconsejaban que no lo publicase, porque, según dicen, expongo demasiado crudamente muchos horrores.

Yo no advierto tanto horror y tanta crudeza: sinceridad y buena fe; nada más. Ahora, si por hacer la anatomía en cuerpo vivo, éste se resiente un poco, mía no es la culpa: he tratado de llevar el bisturí sólo por la carne corrompida; he puesto todo mi cuidado en no herir las partes sanas; he querido operar fría y serenamente, para que la curación sea más rápida y segura.

JULIÁN RIBERA,
Zaragoza 1.º Mayo de 1900.

SEÑORES:

Huarte en su obra célebre Examen de ingenios se permitió la humorada de clasificarlos en dos órdenes: en ingenios caprichosos, es decir que son, como cabras, amigos de andar por los riscos, de subir alturas, de asomarse a grandes profundidades, de apartarse de los caminos trillados y llanuras, y de hacer poco caso de la compañía; y en ingenios oviles, los cuales, como las ovejas, no salen de las pisadas del manso, ni se atreven a caminar por desiertos y sin carril, sino por veredas muy holladas y llevando alguno delante.

A veces me he preguntado ¿de qué clase será mi ingenio, si es que tengo alguno? Y no dudo: en asuntos científicos siento instintiva aversión a dejarme guiar por los mansos; estoy muy alegre en aquellos sitios en que no se oye el esquilón que me invita a marchar tras de la recua; y aun disfruto más, cuando trepo a mis anchas por regiones vírgenes donde apenas se vean rastros de pisadas: me molestan extremadamente los barros sucios, o el polvo, que se forman en las transitadas carreteras.

Esto, como todo, tiene sus inconvenientes y sus ventajas: el inconveniente por ejemplo, de verse perdido en monte lejano y solitario, en noche fría y oscura, sin más remedio que aguantar la lluvia o la escarcha a la intemperie, sin el calorcillo grato que nos presta la amable compañía; el inconveniente de ir formando, sin darse cuenta, opiniones un poco montaraces y selváticas, que chocan a la gente más civilizada y culta que transcurre por lugares más poblados. Tiene no obstante la innegable ventaja (que para mí compensa todos los inconvenientes) de evitar toda rutina: siendo las impresiones muy variadas, siempre parecen nuevas; de este modo puédense estudiar mejor esos actos diarios acerca de los cuales el reflexionar es muy difícil, porque el hábito y la repetición nos hace perder hasta la conciencia de nuestras propias sensaciones.

Y esto he venido a decirlo, a propósito del asunto de que me he propuesto tratar: los exámenes.

Habiendo tenido que sufrir en mi carrera más de 35 exámenes parece natural que supiera ya, por entonces, lo que eran: yo me figuraba saberlo, pero no me había enterado: cuanto más me examinaba, menos conciencia tenía, y hacía menos reflexión. Sólo después de pasada aquella época, perdidos ya los recuerdos vivos, y habiéndome dejado llevar del impulso de mi ingenio caprichoso, es cuando me parece que comienzo a conocerlos. Tuve la curiosidad de investigar su origen: fui remontando los siglos, recorriendo las edades, traspasando las fronteras de los pueblos y viendo las transformaciones que han sufrido: así es como he podido enterarme algo mejor.

Antes de emprender ese viaje, profesaba la opinión corriente de que los exámenes eran prueba entera del saber, estímulo necesario para estudiar, formalidad moral y seria, garantía insustituible de capacidad para el ejercicio de las profesiones liberales; de aquella excursión caprichosa, he vuelto cambiado, he perdido ya la fe, no tengo devoción a los exámenes, ahora creo que es un ídolo, un fetiche, que el miedo, padre de todas las supersticiones, nos ha impuesto. Si he de hablar con la sinceridad que toda investigación científica demanda, los exámenes me parecen no sólo inútiles para el fin que se propusieron al instituirlos, sino perjudiciales, por los graves problemas de inmoralidad que encierran y la horrible corrupción que a toda la enseñanza traen.

Tal vez sean estas ocurrencias alucinaciones de mi espíritu, quizá extravíos de mi mente desorientada por el aislamiento y la soledad caprichosa; por eso vengo a confesar aquí, en alta voz, todas las debilidades que he tenido; deseo consultar con vosotros para que me desengañéis. En estas materias tengo aún la voluntad muy flexible: estoy siempre dispuesto a corregir mis opiniones, con sólo que se me demuestre que no pueden sustentarse sobre base firme y racional.

Para que veáis cómo se han formado, os contaré brevemente el proceso. Uno de los problemas que más preocupó a los geógrafos de los antiguos tiempos, griegos, romanos y árabes, fue el averiguar dónde se hallaban las fuentes del Nilo. Tratábanse de explicar cómo el Bajo Egipto, región de cielo siempre límpido y sereno, donde en muy escasos días se divisa alguna nube solitaria sobre el horizonte,es atravesado por un río que inunda leguas enteras de aguas sucias y cenagosas. Todas las expediciones y viajes que, remontando el cauce de este río, se llevaron a efecto, para averiguar su nacimiento, fueron infructuosas: llegóse a una llanura baja y extensísima donde se perdían los rastro de toda afluencia. La humanidad ha tardado mucho tiempo para resolver ese problema, que había de esclarecer el fenómeno.

Cosa parecida ocurre con los exámenes: éstos han ido inundando, durante muchos siglos, las escuelas de casi todas las naciones. Se ha querido investigar de dónde proceden; los exploradores han podido llegar hasta el siglo XIII, en el que se han encontrado con extensa llanura, donde se pierdan todas las afluencias.

Movido del afán caprichoso de seguir remontando la corriente, he tenido la fortuna de encontrar, no sólo los diversos canales y conductos, sino la propia fuente primitiva: hasta el primer examen.
De este modo no es difícil formarse idea más exacta de los exámenes. Si hubiera de referir, a la menuda, todo lo curioso que he visto en mi excursión, emplearíamos varias sesiones y muy largas; y sólo me he propuesto en estas dos (hoy y mañana) exponer las observaciones más fructuosas, el resultado útil de la investigación. Y eso con rapidez, pues fío en la inteligencia clara de todos vosotros. Además la materia no tiene profundas oscuridades, todo aparece en la misma superficie.

A oídos del monarca de un grande imperio oriental llegó el rumor del pueblo denunciando un hecho escandaloso: un desvergonzado curandero mató, por ineptitud suya manifiesta, a un enfermo. El monarca quiso impedir que de allí en adelante ocurrieran tales casos, y dispuso que nadie ejerciese la medicina, sin que probase ante el médico mayor de cámara la suficiencia científica. Es decir, quiso tener una garantía oficial de que los que curaban a sus vasallos, eran médicos de estudio, y no curanderos ruines e improvisados.

Desde entonces, en vez de encomendarse al examen popular y libre, habían de someterse a la prueba ante el médico de cámara: sin ese requisito previo, necesario para expedir la licencia, estaba prohibido el ejercicio del arte de la medicina.

Así nació el examen oficial.

El deseo, no podía ser más justificado; la idea, a primera vista, no parece mala: sin embargo, los efectos que produjo en la enseñanza esta ocurrencia, nos denunciarán bien claramente la vanidad del invento. Al pronto no se notaron; pero la lentitud no ha impedido que fueran graves y profundos.

Parece mentira: vino a cambiar, por completo el rumbo de la instrucción. El examen que ideó aquel monarca como medio de prueba, convirtióse desde luego en fin en el ánimo de los que estudiaban; porque tuvieron que atender en primer término a ponerse en condiciones de contestar a lo que el examinador exigiera, relegando a término secundario el adquirir la habilidad práctica de la profesión; la medida del trabajo fue la exigencia del examinador; las escuelas se llenaron de manualetes para el examen de los médicos; y la enseñanza comenzó a transformarse en esa dirección.

Una vez la licencia obtenida, encontráronse los más con la clientela asegurada, pues faltó la ruda competencia de los tiempos anteriores. ¿Para qué estudiar más?; a ejercer desde luego, aunque ninguna práctica tuviesen del ejercicio de la profesión.

En estas condiciones llegó el examen a Europa, con tal fuerza de contagio, que se extendió a todas las carreras; pues si era bueno para la medicina, había de ser bueno también para las otras profesiones; de las universidades pasó a las escuelas más modestas; de los grados, a las asignaturas; y se ha hecho corriente y general en casi todos los órdenes de la administración pública, el requisito previo del examen o de la oposición, que es un examen comparativo.

Hoy puede todo el mundo comprobar por sí mismo, y ver con sus propios ojos, los efectos del examen:

1.º El discípulo, en la inmensa mayoría de los casos, en vez de acudir al establecimiento de más fama, se contenta con el más cercano y más barato.

2.º En vez de acudir al maestro que más le enseñe, va al profesor más condescendiente y flojo: al que exija menos materia, tiempo y esfuerzo.

Es decir, todo lo contrario de lo que antes sucedía; y esto por virtud de esta ley psicológica: el hombre va por el camino que cree más corto, para el logro de sus deseos. Pero se me dirá: ¿antes de instituirse los exámenes, no estaba vigente esa ley? ¿No buscaban los alumnos el menor esfuerzo posible?

Sí, señor: la voluntad de un monarca no tiene virtud para cambiar las leyes de la naturaleza: la ley no ha cambiado; sin embargo, sus efectos son diametralmente opuestos.

Me explicaré.

Si cojo con la mano una piedra, la levanto en el aire y la suelto después, la piedra, obedeciendo a la fuerza de gravitación, irá hacia abajo, caerá en el suelo; pero si ato esa misma piedra a un globo aerostático dispuesto para elevarse, en vez de bajar esa piedra hacia el suelo, remontará los aires en opuesta dirección. En este segundo caso, el impulso que le arrastra hacia arriba, es precisamente la misma fuerza de gravitación,. que antes le hacía ir hacia abajo. Es decir que las distintas condiciones de cada caso, pueden explicar esas aparentes antinomias de los efectos de la ley.

Antes de que existieran los exámenes oficiales, no eran los hombres tan mentecatos que entregaran la vida o la honra a un cualquiera que pretendiese ser su médico o su abogado, no; el pueblo hacía su examen; claro es que no examinaba a los médicos haciéndoles preguntitas contenidas en los manualetes de su arte, v. gr., la definición de la diabetes sacarina; sino que presenciaba las operaciones, las curas; enterábase de los resultados prácticos de su ejercicio. La mayoría de los que aspiraban a ser médicos, en vez de estudiar los manualetes técnicos, acudían a estudiar y a ejercitarse dirigidos por otros médicos; pero no con los de escasa clientela y los que no supieran explicarse, porque de ese modo se eternizaban acompañando a sus maestros, sin aprender ni adquirir la habilidad práctica que el pueblo exigía.

Para lograr en menos tiempo y con menor esfuerzo las condiciones exigidas, tenían que acudir a centros donde a toda hora hubiese enfermos de todas clases, operaciones.,. explicaciones, es decir, acudían a los puntos donde estaban los grandes hospitales, en las ciudades más populosas, donde la natural competencia atraía a los médicos más famosos. Es decir, que para ahorrar tiempo, dinero y esfuerzos, acudían al establecimiento de más fama y a los maestros de más renombre. Era preferible sufrir las molestias de largos viajes por mar y tierra, y acabar en tres o cuatro años, que no ir detrás de un ruin médico, que apenas ofreciese ocasión de prácticas necesarias para que el alumno adquirie se expedición en su ejercicio, o que no supiera enterarle pronto de las razones que le guiaban, o los métodos que seguía, en la profesión de su arte.

Teniendo que pagar el alumno de su propio bolsillo la enseñanza, trataba de esforzarse en el trabajo, para sacar el mayor partido posible en el menor tiempo; por eso no dejaba a sol ni a sombra a sus profesores, y en vez de faltar a clase, tomaba precauciones, a fin de terminar la carrera con los menos gastos posibles, para que el maestro no tuviera vacación.

Y lo que se dice de la medicina, hágase extensivo por idénticas razones a la carrera de derecho, etc.
Por ese motivo, a pesar de lo difícil de las comunicaciones, acudían de todos los pueblos civilizados a Atenas, Roma, Alejandría, Constantinopla, Bagdad, Córdoba, París, Bolonia, etc., y cotizábase muy alto el valor de los maestros y el de los establecimientos donde, con más eficaces métodos, se lograba más fácil, mejor y más rápido aprendizaje.

Después de instituidos oficialmente los exámenes, teniendo como ahora idéntica autoridad todos los establecimientos de la misma clase para conceder los grados, todos son iguales en ese respecto: lo mismo sirve una licenciatura obtenida en Santiago que en Barcelona, en Oviedo que en Granada; el valor del claustro no entra en consideración; por buena que sea la universidad, no cuenta sino con los estudiantes de su distrito, poco más o menos. Con ello las universidades no tienen el estímulo de la noble emulación, de la generosa competencia; al revés, para a traer a estudiantes existe un medio más seguro: abrir la manga; que haya catedráticos de gran condescendencia; a esos acuden en peregrinación o romería de los puntos más distantes. Si en un establecimiento hay dos catedráticos de igual asignatura, como ocurre en algunas facultades, la cátedra del benigno, se puebla, se llena y rebosa; en la del que es algo exigente, pueden hilar muy tranquilas y en silencio las arañas.

En vez de esfuerzo seguido para el estudio, como en antiguos tiempos sucedía, se toman violentamente vacaciones escandalosas, sin la excusa antigua de los largos viajes; y la generalidad mide y calcula el tiempo necesario para estudiar, por manualetes e infernales apuntes, de memoria, y pegada con alfileres, la materia que, según el talento y ambición, considera precisa, dados también el carácter y exigencias del profesor.

He aquí cómo, obedeciendo a la misma ley, se producen efectos que a primera vista parecen contradictorios. El artificio del examen ha hecho tomar dirección extraviada y pésima a la enseñanza.

Estos malos efectos los reconocen prácticamente, con su conducta, los profesores y el poder público, con el mero hecho de tratar de remediarlos; mas como han desconocido su causa, y han ido a tientas por la oscuridad, sin saber lo que se hacían, han sufrido alucinaciones, creyendo haber encontrado un artificio que los corrija.

¿Y cuál es el remedio para curar esos males? El mismo ingrediente que los produce: similia similibus curantur, han dicho; y, como los homeópatas, emplean el examen como arma de disciplina: que los chicos no asisten, pues se les priva de examen; que faltan al orden, se les priva de examen, etc.

Esto ha hecho cambiar la naturaleza del mismo examen: en vez de ser lisa y llanamente una prueba del saber, se le utiliza como arma de castigo.

De manera que tenemos: 1.º el examen, como prueba, trastornó la dirección sana y normal de la enseñanza en las escuelas; 2.º, el propio examen, al ser utilizado como arma de castigo, ha dejado de ser lo que primitivamente fue.

Veamos ahora las consecuencias naturales de este doble artificio.

La más evidente y grave es la de haber añadido a la cualidad y oficio de maestro, la cualidad y oficio de magistrado; y como ambas son antagónicas en un mismo sujeto y braman de verse juntas, y sobrepuja ésta última a la primera, hase venido a desencajar el natural asiento de la autoridad del profesor, trastornándose las naturales relaciones de maestros y discípulos, y haciéndose muy difícil la enseñanza, e imposible la buena enseñanza.

He aquí, en resumidas palabras, las cosas que hace el magistrado, las cuales imposibilitan la tarea del maestro:

1.º El maestro tiene por oficio el enseñar, y éste no se cumple sin que se verifique el acto de aprender; para esto, la primera condición es que el maestro conozca al alumno, que le trate con intimidad y comunique con él; que éste le descubra con entera confianza todas sus debilidades intelectuales, todo lo que ignora, como al médico debe descubrirle el enfermo sus achaques: pero el magistrado tira a evitar toda familiaridad, porque «desde lejos es mayor la reverencia».

2.º El maestro debe enseñar muy claro, ponerlo todo al alcance del alumno, y ha de dar completos los estudios para que se patentice que la ciencia es un organismo; el magistrado busca, no la forma más clara, sino la más aparatosa, la que excite más la admiración y el respeto, aunque tenga que lograrla con oscuridades de estilo y dificultades de método, aunque quede por explicar la mitad de la asignatura o las dos terceras partes.

3.º El buen maestro debe dar ejemplo de humildad científica, tener la modestia del sabio, debe dejar traslucir un más allá, que estimule al alumno a proseguir las investigaciones; el magistrado siente tendencia· a parecer omnisciente, se inclina al dogmatismo y hasta quisiera aparecer infalible: para ello tiene en su mano el anatema por sanción.

4.º El maestro debe cuidar de que el estudio se haga placentero y agradable; debe atraerse la voluntad del discípulo por artes pedagógicas, debe conocer muy bien la psicología (y no esa psicología sublime que trata únicamente de la simplicidad e inmortalidad del alma, etc., sino esa psicología más modesta y útil, que puede llamarse aplicada o experimental); el magistrado puede dispensarse de todos esos menesteres, porque puede sujetar la voluntad o la atención por el miedo del castigo.

5.º El discípulo es de creer que tenga en todas las escuelas algún derecho, porque para él están instituidas; sus apetitos mentales deben ser satisfechos, su gusto consultado: el profesor con ello encontraría algún obstáculo, cuando le ocurriera algún capricho; el magistrado no da ningún derecho, se los arroga todos; no atiende a apetitos, ni consulta: su dignidad y oficio se creerían por ello rebajados y ofendidos.

Examinemos separadamente cada uno de estos casos.

1.º Que la familiaridad necesaria entre maestro y discípulo, no sólo no se la fomenta, sino que ni siquiera se la reconoce, considerándose el alejamiento y la distancia como indispensables para la dignidad del profesor (por lo cual éste casi siempre tira hacia atrás), puede evidenciarse asistiendo un día a cualquier aula. Aquello no parece clase; más bien sala de audiencia; entra el magistrado con su toga y su birrete y se sienta solemnemente en alto sitial; la primera operación es pasar lista; no para enterarse de los que faltan, para luego instruirles acerca de la materia que se ha dado, sino como acto de policía, para castigar la ausencia.

Vienen después las preguntas, no tanto para ver si las explicaciones se han entendido, y corregirse el catedrático, cuanto para ir instruyendo el sumario de cada uno para el día del juicio.

Luego, en vez de buscar las vías de acceso a las inteligencias varias, de atender a las diversas circunstancias intelectuales, para lo cual son precisos procedimientos diversos y diverso tratamiento, se somete a todo el mundo a una pauta común, como si en la clase hubiera uniformidad intelectual y moral: lo mismo para tontos que para listos. Y no puede menos de ser así: en el apartamiento es imposible la diversificación; por eso casi todos tienden al procedimiento de largar un discurso, sembrando la ciencia a voleo: qui potest capere, capiat. Sólo de esta manera es posible una clase donde estudien química mil alumnos, cual ocurre en la universidad de Madrid.

Así no es posible dar a unos poco; a otros, mucho: a todos igual, aunque a casi todos se indigeste.
De este modo no enseñamos a trabajar, ni siquiera a estudiar: enseñamos únicamente a exponer en un escaparate los géneros fabricados, sin informar a los alumnos de cómo se fabrican, y ocultando a veces de dónde proceden, para tener más segura la autoridad.

Y lo peor es que no podemos hacer otra cosa; porque si el profesor, creyendo necesario familiarizarse con los estudiantes, trata de olvidar que es magistrado, de poco le sirve, puesto que los estudiantes no se prestan, porque no pueden olvidar nunca que el maestro es magistrado. Si se acercan, la mayoría lo hacen para estar bien enterados de todas sus debilidades, y quizá engañarle o burlarse de él.

El alumno, en vez de acercarse al maestro y confiarse a él sinceramente, tira también hacia atrás, porque teme al magistrado: no le conviene descubrir a éste que no sabe; porque una de dos: o deja de saberlo por falta de inteligencia o de aplicación, o por que el maestro no ha atinado a dejarse comprender. En ninguno de ambos casos le conviene descubrirse: en el primero, por miedo a que el maestro forme idea mala de sus aptitudes, y le suspenda; en el segundo, por miedo a ofender la dignidad del magistrado. Así, en vez de franqueza y sinceridad, cunde, hasta en las escuelas superiores, la mentira y la hipocresía. Fingen los alumnos entenderlo todo, sin entender a veces una palabra, se apuntan unos a otros, inventan mil ardides para ocultar debilidades, llenan de notas los puños de la manga, leen cautelosamente esquivándose del catedrático, etc. En una palabra: son bastantes las clases que podrían presentarse por modelos de escuela de supercherías.

Entre tanto el estudiante que con voluntad estudia, y tal vez, sin los temores, lo preguntaría todo y pediría aclaraciones, sigue al común de la clase; se reserva, y busca, tal vez inútilmente, salir de dudas en los libros, para suplir la falta de comunicación con el profesor, y va perdiendo, con la soledad y el aislamiento científicos, la inclinación a los dulces placeres de la inteligencia, y cae en la confusión, primero, y en la pereza, después.

2.º El maestro debiera explicar claro todo completo y pensando bien lo que dice; al magistrado no le gustan sujeciones.

La pedantería, enfermedad que nos achacan a los maestros, desde los tiempos protohistóricos, está exacerbada por la cualidad de magistrados. Por ella solemos desdeñar los principios más elementales y más útiles suponiéndolos sabidos, o pasando rápidamente sobre ellos; preferimos las materias más intrincadas, las oscuridades, las sutilezas: escollo de catedráticos de todos los tiempos, reconocido por todo el mundo.

El común de los hombres admiran lo que no entienden, y suelen menospreciar lo más claro y más sencillo. Por eso vemos esa tendencia al rebuscamiento de frases, a darse tono de gran señor del entendimiento, que, con espíritu aristocrático y feudal, no se abaja a tratar con la gente más plebeya. En vez de la sencillez clásica, el churriguerismo del concepto hondo y de la frase hinchada: así adquirimos pronta fama de ingeniosos y profundos.

A unos la vanidad nos da por improvisar y repentizar todos los días, y nos creemos oradores, no advirtiendo la terrible incorrección, el desorden y la oscuridad con que mutilamos las materias científicas tratadas. A otros nos da por aparecer valientes campeones de una idea, y convertimos el aula en un campo de Agramante, donde luchan todas las sectas filosóficas, religiosas o políticas; en vez de estar tranquilamente trabajando en ese taller de la ciencia, en ese laboratorio donde toda alteración estorba las pacíficas, serenas y desapasionadas tareas. Algunos no se convencen de que el disputar de esa manera con los enemigos, no es proeza grande, ni donosa valentía: allí es muy fácil meter a los contrincantes en la peor postura, para derribarlos a los primeros empujones.

A otros nos da por la erudición, al relleno de citas y de textos excepcionales y raros, y estimamos más reunir definiciones sin número de la asignatura, que el analizar lógicamente la mejor definición, si es que se ha podido llegar a definirla bien.

La pedantería no sólo está en las aulas, sino que nos acompaña en la sociedad, ante la cual nos presentamos graves, con sombrero de copa, etc., etc.

El maestro por ninguna causa debiera dejar incompleto y desencadenado el estudio: la ciencia es un organismo cuya marcha regular es imposible, si falta una sola rueda. El magistrado no se preocupa a veces de si se pierde el enlace: si viene alguna falta de asistencia, da por explicadas las lecciones; y continúa el curso tan campante, cual si nada hubiera sucedido.

El alumno sufre las consecuencias: sin estar bien firme en lo elemental, fáltale la base en sus conocimientos; funda en el aire la construcción científica; y es recriminado en todas las clases donde los maestros notan la escasa preparación que trae para que fructifiquen las materias que van a explicarle. Por supuesto, achacan a los anteriores toda la culpa, y nadie quiere descender a enseñar esas verdades primeras.

El alumno no se atreve a decir que los catedráticos tienen la culpa, por haberle aprobado; pues considera como insigne beneficio y gran favor la aprobación injustamente lograda. Calla y se arbitra para pasar de nuevo, adquiriendo el hábito de repetir, cual si fuese un papagayo, lo que no entiende: todo menos confesar que los conocimientos que recibe entran vagabundos y solitarios en su cabeza, donde se pierden, como en laberinto, por la confusión que la falta de enlace y armonía de las enseñanzas vienen a producirle.

Acostúmbrase a lo campanudo, a lo retórico, a la disputa, a la improvisación, a tener sus conocimientos sin organizar, a retazos : todo lo admite como ciencia, que después explica empleando términos abstractos y raros tecnicismos, donde se notan más difícilmente los errores y sofismas, huyendo de la transparencia del lenguaje, que descubriría sus flaquezas. No piensa que si el hablar, no es para hablar claro, lo mismo vale un retórico discurso que el mugir de los toros o el graznar de los cuervos.

3.º El magistrado no tiende a la modestia científica.

En la mayor parte de los hombres en quienes vive la afición a los estudios, se mantiene ésta por el estímulo noble de investigar algo nuevo, de dar un avance en el progreso intelectual. Ese estímulo se apaga, o se amortigua, cuando se le hace creer que todo está resuelto ya, averiguado y sabido. El maestro debiera estar continuamente manteniendo esa curiosidad científica en el discípulo, y animarle; decirle que puede ir más allá de lo que él sabe. El magistrado, sin embargo, se entremete y desbarata, como una debilidad, esa función, esa modestia científica: el magistrado debe ser omnisciente; tenerlo todo sabido y resuelto; en vez de razonar y discutir, es más fácil decidir las cuestiones como dogmas, usando de esa autoridad infalible que la sanción de los exámenes pone en su mano. El uso sólo de esa autoridad es ya un abuso opuesto enteramente a todo método científico.

Algunas veces el magistrado siente vivas tentaciones de enseñar menos de lo que enseñaría el maestro, para que la distancia no se amengüe demasiado y le igualen sus discípulos, y pierda su autoridad.

Es muy frecuente el que no se satisfaga con ningún libro, aunque todo su saber lo deba en mucha parte a los que corren por el mundo repetidamente impresos. El magistrado rehuye el exponerse a la crítica de sus obras, y deja que su enseñanza la recojan sus discípulos al oído, en cuartillas manuscritas, privando a la restante humanidad del fruto de su gran sabiduría.

El alumno en vez de sentirse movido a gozar de los placeres intelectuales, pierde la curiosidad científica, vese anonadado, incapaz de hacer nada bueno por la ciencia; cánsase, desmaya ante las dificultades que le estorban; no razona ni somete a propia crítica las doctrinas del maestro; repite en el mismo tono autoritario los razonamientos, si se los han expuesto; y pierde, en fin, en aquellos infernales apuntes, la buena forma de letra que aprendió cuando muchacho, el estilo que entonces comenzaría a educarse, la escasa lógica que le enseñaron y el tiempo precioso de su juventud, todo junto; porque en vez de una aglomeración armónica de las materias, danzan en su mente las frases inconexas, incorrectas, que copió de prisa y mal; pero con las cuales puede adular al magistrado, el cual se complace en oír aquella repetición mecánica de la forma personal que dio a sus ideas.

4.º Atrae poco el magistrado.

Cuando se tiene a la mano un medio fácil y expedito para estimular a la obediencia y al trabajo, es natural que vengan tentaciones de utilizarle preferentemente a cualquier otro que sea más pesado y más difícil. El maestro, si no tuviera la autoridad del magistrado, veríase constreñido a aligerar y facilitar la tarea del alumno, procuraría atraérselo amablemente, haría esfuerzos por tener la clase cómoda, etc., y hasta disimularía alguna vez su disgusto o su cólera, con apariencias cariñosas y atractivas, por lo menos para no desacreditar su escuela.

El magistrado se dispensa de todos esos rodeos; y si es preciso forja una jurisprudencia que derogue las leyes naturales, porque está en sus atribuciones de justicia: la asistencia a clase, que es un derecho del alumno, y sólo un derecho, pues para disfrutarlo paga, se trueca en manos del magistrado en deber exigible casi a la fuerza, y cuya sanción en muchas ocasiones suele ser el propio examen.

Justicia inmoral, no sólo por tergiversada, sino por muy severa; pues bastante pérdida se sigue de no utilizar el beneficio de la ciencia, no recibir la instrucción, que asistiendo pudiera obtener el que la paga.

El efecto que esta conducta del magistrado suele producir, es la repulsión a la vida del trabajo, que le imponen al alumno como un deber o como un castigo; ve en el maestro no un padre cariñoso, sino un padrastro que siempre le está amenazando con su cólera. Siente aversión a la clase, como a un suplicio, y trata de sacudir el yugo que le ata, buscando salir por cualquier puerta, hasta la que conduce a la rebelión y a la indisciplina.

La tirantez de relaciones está agravada por la tendencia natural al abuso de la excesiva autoridad que tiene el magistrado, al verse dueño de un poder social inapelable, sin ninguna limitación por los derechos naturales del alumno, aunque para el servicio de éste fue instituido y para él ha sido pagado.

Aquí comienza a verse en el problema estudiado una fase, de la cual no quisiera tratar, porque me repugna, es a saber, la de las inmoralidades que en el examen se cobijan: los exámenes son tentación continua de venalidad para el juez.

Al maestro, siendo sólo maestro, apenas se le ofrecen ocasiones para ser venal. Las dádivas, los regalos al maestro son muy lícitos y admisibles; pero la cualidad de juez convierte en inmorales casi todos los regalos. Estos, que serían excelente estímulo para el maestro, prueba de cariño del alumno, satisfacción noble y altísima para ambos, se convierten en inmorales: el juez no debe recibir regalos, grandes ni pequeños, ni aun con buena intención y contando con selvática independencia. La buena fama, no depende de nuestra propia virtud, depende de la opinión que los demás pueden formar. Y la buena fama la necesita el maestro como medio de autoridad moral.

Los exámenes han traído la inmoralidad a la enseñanza en todo tiempo y país. La universidad de Alcalá decía al rey en 1734, Señor: los grados se compran porque se venden.

La venta de las notas del examen se hace en varias formas.

1.ª A tanto la nota en dinero contante y sonante poco antes de entrar. Con más o menos frecuencia en unos o en otros sitios, se ha hecho en todo tiempo.

2.ª Pago de repasos de asignaturas a tanto por mes, o a tanto alzado por toda la preparación. Se hace unas veces directamente, otras por segundas personas. La ley reconoce el hecho al consignar su prohibición, y la historia prueba que no es previsión recelosa infundada.

3.ª Admitiendo regalitos en días determinados; unas veces inocentemente, otras, sin inocencia.

4.ª Mediante laxitud o blandura en las calificaciones. Ya trataremos luego de esta forma indirecta de venalidad, verdadera epidemia que, de bastantes siglos a esta parte, produce horrorosos estragos en la enseñanza.

Y 5.ª Por medio de los libros de texto, que es una de las más disimuladas formas que presenta la venalidad; y por ser disimulada, suele ser muy general; y por ser muy general, causa efectos muy graves. La cualidad de magistrado pone al maestro entre la espada y la pared: si éste recomienda la compra de algún libro, se expone a que nazcan dudas respecto a su moralidad; si no la recomienda, es fácil caer en el detestable sistema de los apuntes.

Las peores consecuencias que la enseñanza sufre con los libros de texto no son, a mi juicio, las que de ordinario se indican: no están en el problema de inmoralidad que encierran, con ser bastante grave y repulsivo; si no en algo más hondo que se escapa a primera vista, y consiste en haber desterrado de todos los centros de enseñanza a los grandes autores, en cuyas obras debiera amamantarse la humanidad entera, en aquellas que se escribieron para enseñar, y no para dar contestación a las preguntas de los programas de examen. Los grandes maestros han sido suplantados por medianías, que escriben los libros un poco más gordos de lo que la necesidad reclama, un poquito más caros, no muy lujosamente impresos, trabajados de prisa, exentos de orden lógico, y muchas veces sin belleza, ni arte, ni claridad: a propósito para estragar el gusto de los que estudian, los cuales, después de utilizarlos, los arrojan a montones en los baratillos, quedándose con las ganas de no leer un libro en toda su vida. Esta es la que yo considero mayor desgracia, que no el hecho de sacar unas cuantas pesetas, porque siempre serán bastante escasos los que se dediquen al ruinoso comercio de malbaratar por unas cuantas monedas la reputación y la honra.

No desciendo a pormenores, porque no he venido a denunciar inmoralidades, sino a tratar de exponer con algún orden los hechos observados y de explicarlos por lo que yo considero sus verdaderas causas.

He de añadir, sin embargo, que los remedios que a estas horas se intentan para curar los más aparentes males que producen los libros de texto, no sólo son inútiles, sino contraproducentes. Figúranse algunos legisladores que con negar a los catedráticos el derecho de imponer, como libros de estudio, los que estimen más convenientes, y concentrar estas atribuciones en un consejo de Madrid, v. gr:, el Consejo de Instrucción pública, o cosa semejante, ya está todo arreglado. ¡Infelices! no evitarán la venalidad de los malos y matarán los estímulos de los buenos.

Se dará programa único, se aceptarán ciertos libros venidos de allá arriba, etc.; la enfermedad de las extremidades se trasladará a la médula espinal: no se verán tantas llagas en las manos ni en los pies, mas la corrupción se meterá en la cabeza y en las entrañas. El sistema se ha ensayado otras veces, y no ha dado los resultados apetecidos. De aquí diez o doce años, cuando se noten los efectos de las medidas que ahora se imaginan buenas, volveremos otra vez a proclamar, como mejor, el sistema que ahora abandonamos.

¡Y así se tiene establecida la rotación de noria, que se observa en la enseñanza! Con venzámonos de que, si no se quita la causa, el efecto necesariamente se ha de producir: variaráse el lugar de residencia de la enfermedad, pero la enfermedad no ha de desaparecer.

Esto, en mi concepto, no puede arreglarse, sino desposeyendo al maestro de la cualidad de inmune y inapelable que le da la magistratura, con lo cual se priva de todos los derechos al que los debiera tener casi todos, es decir, a los alumnos o a sus padres; pues para los discípulos es el maestro y nada más. Entonces no vendría el magistrado a enseñar lo que le diese la gana, dejando incompletos todos los estudios; no lo haría a su capricho personal, sembrando la ciencia a voleo, sin métodos pedagógicos, ni siquiera el socrático; consultaría el gusto de quien le paga, etc., etc.

El maestro, por su cualidad de maestro, no tiene esos pujos de dignidad que ostenta vanidosamente la omnipotencia del magistrado, el cual cree rebajarse, si permite que hagan con él lo que está permitido hacer con un ministro de la corona, la sala de una audiencia, un arzobispo, sin mengua de esas altas dignidades.

De otro modo resulta que las instituciones de enseñanza menos parecen hechas para beneficio del alumno, que para satisfacción y bienestar de los profesores.

Vemos, pues, que los exámenes producen algunas maléficas influencias en la enseñanza.

¿Qué cosas buenas tendrán? podría preguntarse. ¿Poseerán acaso tamañas virtudes intrínsecas que puedan compensar esos gravísimos efectos?

La desdicha es que, bien mirados los exámenes, no sólo son ineficaces para empleados como medio de disciplina, según mañana explicaremos, sino que ni siquiera sirven para el intento del que los inventó.

Puede aun explicarse el que un hombre obcecado por la pasión entregue su alma al diablo, para poseer una rara y extraordinaria hermosura; pero ir al infierno por una vieja horrible, mellada, coja, tuerta y hedionda, tiene maldita la gracia.

En pocas palabras se comprenderá para qué han servido los exámenes. Los inventores, al fraguar en su cabeza este peregrino invento, apoyáronse en dos supuestos falsos:

1.º En el de la posibilidad de averiguar en un ratito de conversación, lo que no se averigua, sino con mucha lentitud y parsimonia, observando con mucho cuidado no sólo las palabras, sino las obras repetidas del individuo que ha de examinarse.

2.º En el de la inmovilidad y constancia del carácter del hombre.

Hemos dicho que se instituyeron para evitar que personas imperitas ejerciesen la profesión de médico. Para probar las aptitudes iban a hablar un rato con el médico de cámara y, después de esa conversación, si éste quedaba satisfecho, se expedía la real licencia.

El examen resultaba incompleto: 1.º por que una gran parte de lo que debía someterse a prueba no se investigaba, v. gr., la moralidad del individuo. Éste podía ser un malvado, un granuja, uno que en vez de curar se dedicara a componer venenos y a propinarlos, cosa no infrecuente en aquellas edades y otras posteriores. Y eso no se averigua en un ratito de conversación.

2.º Aun en la parte científica, no se probaba la habilidad práctica de curar, ni siquiera la discreción clínica, aplicada a los casos particulares; porque se puede hablar de medicina y no saber en realidad ejercerla; cabe repetir cosas generales y ser inútil delante de un enfermo; cabe simular el saber, repitiendo de memoria un manualete de medicina general, y ser concedida la licencia al que se examina, sin haber éste siquiera pulsado un enfermo, ni probado la eficacia de ningún medicamento: ni aun entender las palabras pronunciadas cuando se examinó. Además no es posible preguntar de todo, sino de parte de lo necesario.

De manera que resultaba meramente oral, y por tanto incompleto, y por tanto no sólo deficiente para probar el saber, sino para averiguar otras prendas de carácter necesarias para el regular desempeño de esta delicada profesión.

Supuesto que el juez no fuera venal, ni débil; suponiendo que fuera muy entendido, que quisiera examinar bien, preguntando lo más importante de la medicina; que fuese recto y pesara con balanza finísima; supuesto que el examinado pudiese probar entonces que sabía todas las materias objeto de las preguntas; supuesto que todo esto fuera cumplido (y sólo es una suposición gratuita), aún no es seguro que aquel individuo examinado sepa ya durante toda su vida, lo mismo que supo el día que le dieron la licencia. Y, sin embargo, por ella se certificaba que durante toda su vida había de ser hombre sabio; es decir, se daba por supuesta la inmovilidad de la inteligencia humana.

Si después no estudia y se le olvida; si luego, la natural decadencia o la vejez le vuelve imbécil o tonto, etc.; con eso no hay que contar: el examen da por supuesta la eterna juventud de las facultades intelectuales. Sin mirar que cuando uno se examina suele ser en aquella edad en que más cambios deben esperarse: el que era santo, acaba a veces en canalla; y el calavera se torna santo, o juicioso y trabajador.

Y hemos dicho que aquello de la balanza finísima, etc., es una suposición gratuita, porque históricamente consta que los examinadores siempre han tenido sus debilidades. Para ponerlo en evidencia contaré, porque es curioso y sugestivo, el primer examen del que se conserva memoria. Voy a traducir, sin añadidos de mi parte, lo que narra un distinguidísimo historiador, médico que vivía en el siglo XIII, el cual a su vez traslada la narración de un coetáneo del examinador mismo. Sucedía esto a principios del siglo X.

«Estaban reunidos en casa del médico mayor de palacio, los aspirantes a la licencia, para someterse a la conversación que se exigía como examen.

»Entre la multitud encontrábase un anciano de aspecto venerable, que permanecía muy tranquilo, sin decir una palabra. Este anciano tenía alguna práctica en el arte de curar; pero apenas poseía más que un barniz superficial y aparente de las generalidades teóricas de la medicina.

»El médico mayor, al tocar el turno de su conversación con aquel anciano, le dijo: ―¿Cómo es que siendo V. de tan avanzada y respetable edad (por lo cual es de suponer que sea V. entendido) nada nos ha dicho de estas cuestiones que estamos tratando, a fin de que yo pueda convencerme de que V. está enterado de nuestro arte?

»El anciano contestó:―Señor mío, de todo lo que han tratado ustedes estoy muy enterado; y aun de mucho más; y hace mucho tiempo.

»―¿Con quién estudió V. medicina?

»―Señor mío, a un hombre de mi edad, no se le debe preguntar acerca de esas cosas, sino ¿cuántos discípulos ha tenido? y ¿cuántos de entre ellos han llegado a ser médicos famosos? De mis maestros no puedo decir, sino que hace mucho tiempo que murieron.

»―Lo creo, es natural, contestó el examinador; pero no se seguiría ningún daño de que V. los recordara; pues ¿qué mal podría resultar de que V. nos los citase?... ¿Haría V. el favor de decirme qué libros de medicina ha estudiado V.?

»El examinador intentaba, por medio de estas preguntas, cerciorarse de si aquel anciano sabía alguna cosilla; pero el anciano contestó:

»―¡Dios mío, a qué extremo hemos llegado! Se me pregunta lo que sólo debe preguntarse a los chicos de la escuela; ¿qué libros he estudiado? A un hombre como yo debe preguntársele qué obras ha compuesto, qué libros ha escrito acerca del arte de la medicina. Será preciso que yo se lo patentice a V. bien claramente.

»Al decir esto, levantóse, dirigiéndose a donde estaba el médico mayor, sentóse a su lado y le dijo en voz baja:

»―Por Dios, señor mío, yo ya soy viejo; todo el mundo me tiene por médico; bien que es verdad que de medicina no sé más que el tecnicismo vulgar de la terapéutica; pero toda mi vida me he ganado el sustento con ella; tengo familia; por Dios, señor mío, no me ponga V. en evidencia delante de todos.

»―Bueno, contestó el examinador, le daré a V. la licencia; pero con una condición, y es que no se precipite V. temerariamente; no haga V. tomar a los enfermos, sino aquello que no les pueda producir ningún daño; sobre todo no recete V. sangría, ni purga, sino a aquellos enfermos que evidentemente puedan sufrirla.

»―Sí señor, sí señor, dijo el anciano, desde que me metí en estos negocios de jarabes y julepes, siempre he sido yo de esa opinión.

»Dicho esto, el médico real dijo, levantando la voz y haciéndose oír de todos los circunstantes:

»―¡Oh anciano!, dispénseme V.; antes no tenía el gusto de conocerle; ahora ya le conozco. Puede V. continuar ejerciendo su arte, sin que nadie se le oponga ni le contraríe.

»El médico mayor siguió examinando a otros y ocurrióle preguntar a uno:―¿Con quién ha estudiado V. el arte de la medicina?

»Y el examinando contestó:―Soy discípulo de ese anciano médico que se acaba de examinar y que V. tanto conoce; con él estudié o leí el arte de la medicina.

»El examinador, que entendió la alusión, no pudo mantener la seriedad y se puso a reír».

En esto paró aquel examen.

Si éste, que es uno de los primeros que se celebraron, hace diez siglos, allá en muy lejanas tierras, entre hombres de distinta raza a la de nosotros, lo comparamos con los que todo el mundo recuerda, veráse que la forma ha cambiado, mas los defectos esenciales han sido siempre los mismos. Digo mal: cada vez son peores los exámenes, porque al pretender, en el transcurso de los siglos, corregir, como accidentales, ciertos esenciales defectos, los han complicado con algunos requisitos nuevos, tenidos como precauciones, que artificialmente los falsean, resultando ahora un conjunto de antinomias o contradicciones.

Estudiemos detenidamente esos requisitos.

La publicidad. Este es un requisito perjudicial para el examen, y que está en contradicción con las facultades concedidas a los jueces.

Vayamos por partes.

Para que el examen resultara bien hecho, la primera condición debía ser la de que se llevase a efecto en tal forma, que la persona examinada no se enterase siquiera de que la estaban examinando. La publicidad coloca en posición embarazosa y difícil a los examinandos que no son histriones o cómicos; saben que de ese momento depende su honor y su carrera; cualquiera caída les expone a notas infamantes, contra las cuales no se puede apelar. Se les examina en la peor situación que pueda escogerse, es decir, cuando sufren los efectos de una pasión deprimente como es la del miedo.

Hay quien niega que los exámenes produzcan miedo, a reserva, sin embargo, de emplearlo como amenaza o medio de disciplina. Otros hay que, si no niegan el hecho, encuentran saludable ese temor, comparándolo con el temor de Dios, principio de la sabiduría. Esto último me parecería profanación indecente del texto de la Escritura, si los que la hacen supieran lo que dicen. ¿Los catedráticos comparados con Dios? Esa vanidad nos faltaba.

El miedo es una enfermedad de mal género que producimos artificialmente; en vez de curarla, la agravamos propinándola como medicina. No quiero hacer retóricas acumulando aquí la lista de enfermedades físicas que puedan ser consecuencia del miedo: palpitaciones, hipertrofia del corazón, paraplejia, ataques epilépticos, calvicie, mudez etc.; morales, como la tristeza, nostalgia, melancolía, timidez, pusilanimidad y pereza; en lo intelectual son terribles sus efectos: disposición a admitir como buena cualquier doctrina, pérdida del dominio de sí mismo, necesario para discurrir; embaraza el espíritu; hace maquinal el trabajo; oscurece y turba las facultades; produce depresión y poca movilidad de espíritu, obsesión, idea fija; cosas contrarias a las que requieren las adquisiciones mentales que piden todas emociones gratas y placenteras.

Que el miedo al examen es verdadero, me parece innegable: todos lo hemos sufrido en mayor o menor grado, con la opresión y sofocación en los últimos días de curso y con la turbación del vientre (porque el miedo acelera la marcha digestiva); todos recordaréis las muchas anécdotas que se citan presentándole como excelente diurético y sudorífico.

Aparte bromas, el más escéptico puede notarlo viendo la actitud oficiosa, humilde y hasta cobarde que los alumnos presentan en los días que preceden al examen; el temblor nervioso que les domina al sentarse ante el tribunal: el programa les tiembla en las manos, tiembla a veces la voz y el labio inferior; algunos convulsos y llorosos, congestionada la cabeza y los ojos inyectados en sangre; y la inmensa mayoría, si no son todos, miran el gesto de los examinadores por si pueden atisbar qué cosas quieren que les digan, para decirlas; y hasta rectifican inmediatamente cualquier opinión, si vislumbran que no es grata a los jueces etc., etc. Esto, si el miedo no anuda la garganta, y se hace imposible el examen.

De todos modos, esa situación (que nosotros contribuimos a agravar, sin darnos cuenta de su efecto, tomando el examen como arma de disciplina) es la peor que se pudiera elegir.
Por parte del tribunal,la publicidad a menudo imposibilita la prueba. Ya es difícil, de repente y en un momento, comunicarse dos almas por medio de preguntas y respuestas: cualquier palabra equívoca, de doble sentido, de vaga significación; el no dejar traslucir la respuesta, etc., etc., hace que muchas veces a los cinco minutos aun no han comenzado a entenderse, si no es que pasan 15 y aún no se han entendido.

La publicidad embaraza al tribunal, por que hay que atender, no sólo al efecto de la manera de llevar el examen en el alumno que se examina, sino en el ánimo de los asistentes, del público: por no parecer los jueces parciales o severos, nos encerramos en actitud neutra, dudosa, indefinida, para que no sepan lo que pensamos ni lo que sentimos; actitud que imposibilita la franca comunicación, necesaria para el examen.

Y la publicidad se ha exigido como garantía contra el tribunal, para que éste no haga injusticias. ¿Y a ese tribunal lo hacen después inapelable?

Se le tiene por infalible y rectísimo, y todo son precauciones nacidas de la descon fianza. ¿Y no valdría más dejarnos en libertad para que examinásemos como quisiéramos y hacer nuestras decisiones apelables ante tribunal superior? Tampoco: no, aprobaríamos a troche y moche y nadie apelaría. Esta imposibilidad de remedio es efecto necesario de las antinomias antedichas. Aun hay otra antinomia más irracional.

Se da por supuesto que el tribunal es infalible, pues contra sus resoluciones no hay recurso (el recurso de examinarse de nuevo en otro tiempo del año, no es apelación; pues cambian las circunstancias de estudio,etc., y no cambia el tribunal); pero contra el decoro de los jueces se toma una precaución vergonzosísima (aunque el hábito nos haya hecho perder la vergüenza), y es, que las preguntas han de ser, no las que, a juicio del tribunal, sean necesarias, sino aquellas concernientes a la materia que unas bolas sacadas a la suerte han de señalar. ¿No es irracional y vergonzoso encomendarse a la fatalidad, en asuntos serios, hombres a quienes Dios hizo, a su imagen y semejanza, inteligentes, y la ley supone imparciales e infalibles? He aquí a donde lleva ese barroquismo artificial: queriendo evitar el daño en algún caso particular, se cae en otro peor general, que consiste en echar a suerte el examen, haciendo menos posible la prueba.

Las bolas ponen a catedráticos y alumnos en situación más ruin y más ridícula que la de los puntos de un garito o casa de juego: éstos echan a la suerte unas monedas; aquellos la honra y la reputación.

Después de todo, bien sabido es que, con bolas o sin bolas, podemos decidir lo que nos plazca; y la magistratura nuestra es tan independiente, que cada catedrático puede declararse en cantón, sin necesidad de ir acorde con los compañeros, ni aun con la misma cabeza de la universidad, cuyo papel hemos dejado reducido a presidir las oficinas que comunican con el gobierno, sin guardar entre nosotros esos lazos íntimos que integran una corporación.

Si el examen es malo por tenerse que hacer en malas condiciones por parte del alumno, y por ciertos requisitos legales que se exigen como garantía contra los jueces, tampoco es cosa buena por lo que se refiere a la formación del tribunal.

Se dice tribunal en los papeles; pero de ordinario, o en la mayoría de los casos, se defiere, por práctica casi constante en todos los establecimientos, al juicio del profesor de la asignatura, por suponerse que es el que conoce más a los alumnos y sabe más de la materia, y hasta para dar más eficacia a su autoridad en clase, para poder utilizar el miedo como enderezador de la disciplina. Resulta, por lo tanto, juez preponderante, y casi único, el profesor de la asignatura.
Veamos los inconvenientes graves que de esto se derivan.

Para juzgar es preciso no sólo conocer perfectamente el caso de que se trata, sino querer medir con escrúpulos todas las circunstancias; es decir, desapasionamiento e imparcialidad, espíritu estricto de justicia. Este es muy difícil que lo tenga el catedrático.

Algunos han considerado mal juez al profesor, porque es muy expuesto a que se incline a la severidad, aun no siendo muy quisquilloso: profesores y alumnos pasan muchas horas en contacto, en tareas algunas veces pesadas; son fáciles los roces, faltas de cortesía, etc., y sin darse cuenta, eso para en que se castigue a un mal educado, no con pena adecuada, sino con un suspenso al fin de curso. Al descortés, no es justo llamarle necio.

No digo que alguna vez no ocurra caso semejante: somos hombres y no estamos libres de flaquezas; pero puede afirmarse, sin temor de errar, que por cada ejemplo de injusticia por severidad, hay miles y miles de injusticias por laxitud; es decir, por aprobar alumnos que no lo merecen.

No es, no, la severidad la que suele echar a perder los exámenes, es la extremada laxitud la que reduce a un valor de cero el escasísimo que tienen como prueba del saber.

La blandura ha sido compañera inseparable de los exámenes teóricos.

El profesor suele ser de la región en que está enclavado el establecimiento de enseñanza; allí tiene su familia, sus amistades personales, sus relaciones sociales y políticas, con las que no ha de estar continuamente en lucha; al contrario, ha de gustarle, como a todo el mundo, adquirir simpatías, las cuales, en el régimen actual de enseñanza, no se adquieren con severidades, ni haciendo estudiar mucho y trabajar, sino concediendo lo que piden: y lo que piden la generalidad es el que les aprueben, con el menor estudio posible. Ese aprobado es favor que se agradece; en aprobar al que lo merezca, no hay gracia: eso no es motivo de gratitud.

Además, y esto es lo más grave, el catedrático, al calificar a sus discípulos, califica su propia obra, su enseñanza, y más ha de inclinarse a juzgarla eficaz, que no a creerla inútil; por eso ocurren de vez en cuando, diluvios e inundaciones de sobresalientes y notables: ¡claro! la gente ha de decir, si tiene fe en las notas de examen: «todos los que sacan buenas notas es porque saben y las merecen; si saben, es porque el maestro enseña mucho a todos; luego...» el maestro siente tentaciones de aprobar a todo el mundo.

Se considera el suspenso como nota infamante, como castigo: esto hace que, aunque el catedrático a los principios no pasara fácilmente por una injusticia muy palmaria, al fin acabe por rendirse a la conmiseración. Eso ya lo comprenden esos estudiantes veteranos y marrajos que entran impávidamente en los exámenes y saben que, aguantando la primera descarga de la fusilería, ya está medio pasado el peligro; tientan la suerte de las bolas, y si ésta sale mala, reciben resignados el suspenso. Después fingen temor o confusión y desgracias de familia, para enternecer al profesor de la asignatura; éste se compadece, el tribunal se ablanda y los aprueba, y así van saliendo poco a poco, hasta de la misma licenciatura y del doctorado.

Otra causa de laxitud ha sido el poco escrúpulo del poder público, que con frecuencia ha dispensado los mismos exámenes; los nobles, en la edad media, estaban exentos de esa formalidad para adquirir la licencia, y hasta no hace mucho hubo universidades que aun lo practicaban. Con cualquier pretexto se expedían dispensas: aun en este siglo, aquí en España, se han visto reales órdenes (allá por los tiempos de la primera guerra civil) en que se aprobaba a todo el que estuviese matriculado, sin necesidad de examen. Y yo mismo me he examinado en forma que es completamente ridícula: nos examinábamos en grupos de a diez, y si uno sólo de los diez contestaba a alguna de las preguntas, nos aprobaban a todos.

Otra causa de laxitud horrorosa en los exámenes está en haber sido considerados como materia fiscal y objeto de ganancia para el catedrático, para el establecimiento o para el estado. La universidad tiene interés en no verse despoblada: efecto que se seguiría del rigor inusitado en los exámenes. Y contribuye poderosamente a que esta causa sea más grave, la creencia (por desgracia bien fundada) en que los gobiernos no clasifican los establecimientos por la naturaleza de la mercancía que éstos despachan, sino por la abundancia del género que producen, considerando tanto más importantes los centros, cuanto más concurridos se hallan: a la escuela no se la juzga por su valer intrínseco, sino quizá por las consecuencias que produce la relajación en los exámenes, por la aglomeración de gentes.

En todo tiempo se han disputado por ese medio a las alumnos las universidades, con más o menos descaro, sobre todo en épocas en que eran autónomas.

Leeré un párrafo del insigne filósofo español, Luis Vives, excelente observador que conocía muy bien a las universidades: era catedrático de la universidad de Lovaina. Al hablar en su obra De causis corruptarum artium, de lo que daban los estudiantes o graduandos por los grados, dice (Libro I cap. X):

«Pero como la escuela tenía alguna vez necesidad de dinero para gastos inevitables, v. gr., pagar empleados, conservar el edificio, limpiarlo, etc., impúsose cierta cantidad a los que pretendían graduarse; en un principio, fue módica, es decir, la estrictamente necesaria para dichos gastos; pero, luego, llegó a pedir los grados un indigno, y lo que por su erudición y su talento no podía conseguir, intentó alcanzarlo corrompiendo a los que le habían de graduar; otro pretendía lo mismo por favor; otro por pro mesas; quien, por dinero contante.

»Una vez que aquellos varones santos e incorruptos hubieron gustado la dulzura de la ganancia, extinguió en ellos esta sensación todo otro sentimiento; y así fijaron cuotas determinadas de las que, una parte cedía en provecho de la escuela y sus empleados, otra parte para los maestros y rectores de las mismas.

»Y a la verdad que en esto no consideraron cuán grande ruina y calamidad lanzaban sobre las letras, artes, ciencias, y sobre todo el mundo que por ellas se gobierna y rije, admitiendo sin distinción a cualquiera a los grados: pudo más en ellos la consideración de aquella pequeña individual ganancia, que la de un tan grande mal público inferido a toda la sociedad.

»De esta manera vino a ser cuestión de dinero la regencia en las universidades: se compró, como cualquier otra mercancía, con el fin de revenderla quien la había comprado: se la buscó por precio, por intrigas o sobornos; y para que nada faltase en esto, de indignidad y deshonra, se la buscó por la fuerza de las armas.

»Quien la conseguía, claro es que obraba conforme al fin para el cual la había buscado, es decir, que no negaba cargo, honor, ni dignidad alguna, a todo aquel que se lo pagase. Sin embargo, a fin de que todo el mundo supiera el precio ordinario de cada dignidad, establecióse una cantidad determinada, como mínimun del que no era lícito descender, aun cuando pudiera recibirse una mayor; fijóse también el tiempo de estudio y personas que habían de examinar.

»Desafío a que me señalen uno solo, desde hace doscientos años, que, habiendo asistido a las universidades el tiempo determinado, y satisfecho la cuota establecida, se le hayan negado los grados, fuesen cualesquiera su edad, condición, talento, instrucción y costumbres. Si alguien duda, dirija su vista por toda Francia y verá multitud de zapateros remendones, mondongueros, pinches de cocina, carreteros, pilletes de puerto, artesanos, y, aun peor que esto, salteadores y ladrones, que son maestros o bachilleres en artes; y no faltan en Alemania, ni tampoco en Italia; y si por acaso no los encontrase, búsquelos en Roma.»

La crítica del filósofo valenciano es acerba, durísima; pero los defectos señalados eran ciertos y reales: todos los historiadores coinciden y casi todos los testimonios lo certifican.

Hoy, si no merecemos la misma censura, porque el nivel moral de las universidades ha ganado, entre otras causas, por la pérdida de su autonomía (pérdida que evita la exagerada competencia de laxitud que mantuvieron las antiguas universidades) no estamos corregidos, ni lo estaremos nunca, de continuar así: las leyes se cumplen, lo mismo en lo físico que en lo moral: mientras estemos rodeados de estímulos que nos empujen a la blandura, es muy difícil que podamos sustraernos. Es una necedad pretender que las instituciones se conserven en esa situación ideal que supone una virtud de temple heroico en los individuos que las constituyan. La laxitud continuará, supuesto el modo ordinario de ser de casi todos los hombres. Ella y todas las otras circunstancias que acompañan al examen, hacen imposible que éstos sean prueba del saber: ella y otras condiciones del examen, imposibilitan también la disciplina en nuestros establecimientos. Y esto es lo que intentaremos explicar mañana, Dios mediante y vuestra cortés benevolencia.

HE DICHO.
Ilustración de Ever Meulen